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Entre los orfebres toledanos, acostumbrados al trabajo del oro en el damasquinado, sobresalía Don José Navarro

Diamantista

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Acababa de morir Fernando VII (1833) y la reina regente, Doña María Cristina de Borbón-Dos Sicilias le envía un lacayo solicitando sus servicios. Don José declina el encargo pero Doña María Cristina insiste. Un buen día de mediados del verano de 1833 se planta en Toledo y le requiere en persona su más preciada joya, la Corona para su hija Isabel, futura reina de España.
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Don José no ve entonces cómo oponerse al encargo. Sumido en la más absoluta soledad y desesperación, sin ideas y asustado, aquella misma noche, en pleno agosto y con el terrible calor toledano, coge del estante un nuevo cuaderno de trabajo y comienza a garabatear en él. Pasan las horas, sin resultado. Así también durante los días siguientes.

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El plazo se agotaba; septiembre de acercaba y con él la fecha de coronación. En varias ocasiones hubo de mentir a los enviados de la Corte, y enseñarles cuatro hierros mal engarzados con promesas de estar elaborando la mejor corona jamás vista en España.

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Una noche, angustiado y falto de inspiración como de costumbre, un pesado sueño le invadió en su estudio. Al clarear el día, despertó sobresaltado y con increíble sorpresa vio como delante de él, en su cuaderno, aparecía dibujada la más bella corona que jamás hubiese visto. No recordaba haber dibujado algo así, pero ya dudaba de su propia memoria. ¡ Tantas noches en vela había pasado !

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Quedaban solo tres días para que expirara el plazo acordado. No iba a conseguirlo. Al llegar la noche, frustrado por la falta esta vez de materiales, el orfebre volvió a quedar dormido ante su trabajo. Al despertar la mañana siguiente cual fue su sorpresa al ver sobre la mesa de trabajo las más bellas piedras preciosas, del tamaño adecuado para encajar en la corona que estaba elaborando. Ninguno de sus colaboradores sabía darle una explicación satisfactoria de la procedencia de materiales tan perfectos y ya tallados.

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Rendido ante la falta material de tiempo para su debido engarce, no le quedaba sino abandonarse a su suerte: era demasiado lo que quedaba por hacer en la corona. Esa misma noche decidió fingirse dormido en su taller y observar qué sucedía.
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interior.
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Pasada la media noche, observó con no poco terror, cómo la puerta del estudio se abría. No pudo ver a nadie, pero cuál fue su sorpresa cuando bajando la vista por casualidad al suelo, vio algo increíble: unos pequeños seres, vestidos con ropas de cientos de colores, de extraños rasgos jamás vistos, y de muy rápidos movimientos, accedían a la estancia, y trepaban de forma veloz a la mesa de trabajo, cogiendo con una fuerza extraordinaria para su tamaño las herramientas de trabajo.

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En pocas horas habían terminado su trabajo. Dejando una maravillosa obra de arte sobre la mesa, partieron de la habitación. Navarro, se levantó rápidamente para acercarse a la ventana y observar cómo los duendecillos, pues eso parecían, cruzaban el pequeño trecho de tierra que separa la casa del Tajo, para internarse en las aún oscuras aguas de éste y perderse para siempre.

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La mañana de un 25 de septiembre de 1833, habiendo viajado a Madrid, Navarro entregaba delante de la pequeña Infanta Isabel la más maravillosa corona realizada jamás y que pocos días después sería utilizada por la Reina Isabel II en su coronación.

 

Fuente: leyendasdetoledo.com

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