1 MAY. 2018

Más allá de los gurús que vaticinan desde hace décadas el fin del empleo, la revolución tecnológica nos obliga a redifinir qué significa realmente trabajar

¿A qué nos dedicaremos cuando los robots se hagan cargo de las tareas más rutinarias?

«Nadie debería trabajar jamás. El trabajo es la fuente de casi toda la miseria existente en el mundo. Casi todos los males que se pueden nombrar proceden del trabajo o de vivir en un mundo diseñado en función del trabajo. Para dejar de sufrir, hemos de dejar de trabajar».

En 1985, el escritor estadounidense Bob Black, anarquista y grouchomarxista, publicó un manifiesto llamado La abolición del trabajo que arrancaba así. «Nadie debería trabajar jamás». Y abogaba no por la gandulería, sino por el jolgorio permanente. «Hay que crear una nueva forma de vida basada en el juego, una revolución lúdica, una aventura colectiva basada en el júbilo y la exuberancia libre y recíproca».

Así que aprovechemos el Día del Trabajo para jugar.

En un lado del tablero, los datos presuntamente positivos. Cada año se crean 40 millones de empleos en todo el mundo. En 2017 había, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), 3.272 millones de personas trabajando en el planeta y en los peores años de la crisis económica, entre 2008 y 2013, se crearon más de 160 millones de empleos.

En el otro lado empezamos a restar. Según los mismos datos de la OIT, hay más de 192 millones de parados en el mundo y la cifra no variará demasiado este año pese a los síntomas de recuperación. Cerca de 1.400 millones de trabajadores ocupaban un empleo vulnerable en 2017 y se sumarán otros 35 millones antes de 2019. A esto añadamos el impacto de la inteligencia artificial en la economía mundial. Según un (cuestionado) estudio de la Universidad de Oxford, casi la mitad de los puestos de trabajo en EEUU serán sustituidos por máquinas en un futuro no demasiado lejano.

La duda es si dejaremos de trabajar algún día y la incertidumbre no es nueva. Desde hace siglos, hay teóricos -empezando por Marx- que presagiaron el fin del trabajo. Sin embargo, aquí seguimos, currando como si no supiéramos vivir sin trabajar, como si nos refugiáramos en la oficina de los gurús que predican sobre la sociedad del postrabajo.

Uno de los principales es el matemático israelí Moshe Vardi, profesor de Ciencias de la Computación en la Universidad de Rice, en Houston. Él fijó un plazo de 30 años: antes de 2050 la mayoría de los trabajos serán realizados por robots y las tasas de desempleo superarán el 50%. Si en 1970 el sector industrial empleaba unos mil robots, hoy hay más de 1.600 millones.

«Fuimos capaces de adaptarnos a la revolución industrial, pero tardamos 200 años y fue un tránsito muy doloroso. Si aprendemos del pasado, podremos adaptarnos al futuro. Si cerramos los ojos a los cambios, entraremos en un período muy difícil para la humanidad. Este es el gran desafío», asegura el profesor Vardi a Papel.

¿Se está acabando realmente el trabajo o trabajamos más que nunca? «La única diferencia real entre los entusiastas y los escépticos es cuestión de tiempo», zanjó el profesor de Ciencia Cognitiva Gray Marcus en un artículo del New Yorker.

En 1930, Keynes profetizó que a principios del siglo XXI viviríamos en una sociedad de ocio y abundancia en la que no trabajaríamos más de 15 horas semanales. Hoy en día, en la mayor parte de los países desarrollados se trabaja unas 40 a la semana, -20 o incluso 30 horas menos que en el siglo XIX- pero lejos de aquella utopía del jolgorio permanente.

Sesenta y cinco años después de Keynes, Jeremy Rifkin publicó El fin del trabajo, un ensayo que sentó las bases de las 35 horas semanales, y desde entonces no han dejado de salir al mercado títulos que siguen vaticinando la desaparición del empleo asalariado. En su Utopía para realistasRutger Bregman reclamaba una renta básica universal para que todo el mundo pudiera trabajar sólo en lo que quisiera trabajar.

Al fin y al cabo, ¿quién sueña con ser cajero de un súper si ya existen tiendas inteligentes? ¿Alguien tiene vocación de vendedor de billetes de metro o de repartidor de pizzas? ¿Quién quiere ser taxista si el coche se puede conducir solo?

El problema es qué hacemos con esos cajeros, esos repartidores o esos taxistas. Durante los últimos meses se han suicidado sólo en Nueva York cuatro taxistas. Uno de ellos dejó una nota de despedida en la que decía: «He trabajado entre 100 y 120 horas consecutivas casi todas las semanas y no me da para sobrevivir». Se pegó un tiro con una escopeta en el interior de su vehículo como síntoma de la inquietud que se avecina.

Uno de los expertos que ha tratado de despejarla es el escritor canadiense Nick Srnicek, que escribió, junto a Alex Williams, Inventar el futuro: postcapitalismo y un mundo sin trabajo, un ejercicio de imaginación política que dibuja una economía poscapitalista en la que la tecnología nos liberará del dichoso horario de oficina (y del taxi) pero también nos obligará a redefinirnos. Nos responde desde el King’s College de Londres, donde es profesor de Economía Digital.

– ¿Realmente dejaremos de trabajar?

– La eliminación completa del trabajo es imposible, lo que realmente buscamos es limitar el trabajo a lo que es necesario para nuestra existencia básica. Siempre habrá algo de trabajo que deba hacerse, ya sea por los límites técnicos de la automatización, o por los límites morales sobre el trabajo que queramos delegar en las máquinas. Pero en un mundo ideal, todos compartiríamos en igualdad de condiciones este trabajo restante.

Srnicek distingue el trabajo que supone aprender a tocar la guitarra o hacer la cena de lo que el antropólogo David Graeber llamó «trabajos de mierda». Horarios esclavos, tareas inútiles, café de máquina y un jefe insoportable. «El trabajo asalariado surgió cuando las personas fueron sacadas de la tierra que les permitía vivir sin depender del mercado y se vieron obligadas a vender lo único que tenían, su capacidad de trabajo y su tiempo. Es esto lo que debe terminar, ya que el trabajo asalariado limita nuestra libertad».

Srnicek asegura que la sustitución de la fuerza de trabajo humano por las máquinas debería acelerarse «con entusiasmo» y ser un proyecto político abanderado por la izquierda. Construir un mundo postrabajo, pasa ineludiblemente por derrotar la ética del trabajo. «El tiempo libre es una condición esencial para la libertad, por lo que la expansión del tiempo libre debería convertirse en la principal promesa electoral de los partidos orientados al futuro».

‘NO ODIAS LOS LUNES’

Levántate a las siete de la mañana. Dúchate. Péinate. Maquíllate. El café. La ropa planchada. El almuerzo de los niños. Repasa tu perfil de LinkedIn: «Soy una persona responsable y trabajadora». Conduce hasta el cole. Conduce hasta la oficina. Ficha a las nueve. Reunión. Otro café. Otra reunión. Un informe. Otra reunión. La típica bronca del jefe. Almuerza cualquier cosa. Una llamada. 300 mails. Otro informe. Me voy, que no llego al cole. Una pregunta: ¿alguien sabe si ya hemos cobrado?

«No. Tú no odias los lunes, odias tu trabajo». Palabra de Nick Srnicek.

Desde hace décadas (no siempre fue así) nuestra vida se estructura en torno al objetivo último de alcanzar la autorrealización competitiva, sentirnos realizados profesionalmente. Prosperar. Y tener un empleo, por miserable que sea, se convierte en el fin último. Los políticos prometen crear empleos y nosotros votamos al que promete crear más.

«Pensamos en los trabajos como un conjunto, pero más que desaparecer profesiones desaparecen muchas de las tareas que las componen, las rutinas, que es lo que los algoritmos pueden hacer mejor que los humanos», explica la periodista Marta García Aller, autora de El fin del mundo tal y como lo conocemos.

«El principal reto en la era del postempleo no será económico, sino cultural. Hoy vivimos conectados todos los minutos del día que estamos despiertos pero no estamos tan ocupados como pensamos. Tenemos arraigado el concepto de que estar más ocupado o ser más productivo es ser mejor o más importante cuando no tendría por qué ser así. Al fin y al cabo vivir sin trabajar no es algo que vayamos a inventar nosotros, es lo que ha hecho la aristocracia toda la vida», recuerda Aller.

En el mundo que retrata su libro, no vas a dejar de trabajar. (Lo sentimos). Los robots no podrán con todo. Sí cambiará el concepto de trabajo y surgirán nuevas formas de reconocimiento social. «No sé si en 2050 necesitaremos trabajar para vivir o a qué llamaremos trabajo pero lo que está claro es que la gente va a tratar de ser feliz y útil y eso no tiene por qué estar vinculado al trabajo. Habrá que liberar a la gente de las tareas rutinarias y dejarlas en manos de los robots para crear entornos que nos permitan dedicarnos a tareas más creativas, emocionales, a lo puramente humano. Y las prestaciones sociales deberán adaptarse también a esa realidad igual que se adaptaron antes al mundo industrial».

Enrique Dans, profesor en la IE Business School, defiende una nueva relación con el trabajo alejada de la «maldición bíblica», del ganarse el pan con el sudor de la frente. «El trabajo dignifica pero dignifica más si es el que eliges tú». Su pronóstico habla de instaurar una renta básica incondicional que no desincentive para buscar además el empleo ideal y de nóminas no vinculadas a la productividad. «Un cura salva almas pero no tiene un plus por salvar más. En el futuro habrá más trabajos dedicados a alcanzar un bienestar superior, artistas, gente dedicada a cuidar de los demás, a hacer que otros se sientan mejor».

Sam Altman, un irreverente millonario de Silicon Valley, lleva un par de años poniendo en marcha un experimento para averiguar si eso será así o no. Decidió regalar 2.000 euros mensuales a cambio de nada a varias personas elegidas al azar para analizar en qué lo gastaban. Todavía no hay resultados definitivos pero la mayor parte de ellos no escogió tumbarse en el sofá a ver la tele. «Esperamos que un nivel mínimo de seguridad económica otorgue a las personas la libertad de buscar más educación o encontrar o crear un trabajo mejor y planificar su futuro», dijo Altman en 2016.

La idea es que en el futuro, al menos, no acabemos sirviendo cubatas a los robots de oficina.

Fuente: elmundo.es

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