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El artículo que sigue mueve a la reflexión: si no puedes confiar en tu abogado, o en el notario, ¿en quién podrás entonces confiar?

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Manuel Cobo del Rosal
– Catedrático de Derecho Penal y Abogado –

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Madrid, 13 de Junio de 2013

 

Leí en los medios de comunicación una noticia proveniente de la Agencia Efe que en su día no dejó de sorprenderme, y hasta podría decir, de escandalizarme, diciendo que “La Unión Europea obligará a abogados y notarios a comunicar su sospecha sobre blanqueo de dinero”. Mira y simple sospecha. También se dice por dicha Agencia que “los ministros de Finanzas de la Unión Europea alcanzaron ayer un acuerdo político sobre la extensión de las obligaciones de la directiva contra el blanqueo de dinero a otras profesiones como abogados, notarios, asesores fiscales o marchantes de arte y joyas”, que quedarían sometidos a una obligación similar a la que tienen las entidades financieras, desde 1991, “de informar a las autoridades de todas las transacciones superiores a 15.000 euros (2.500.000 pesetas), y de aquellas que resulten sospechosas, con independencia de su valor”. Recoge también la citada Agencia oficial unas manifestaciones del señor Rato, entonces Vicepresidente del Gobierno español en el sentido de que “se trata de un paso muy importante, porque hace referencia a actividades profesionales que se pueden ver implicadas en delitos de blanqueo de dinero”. Parece ser que, en el “último minuto”, se vencieron las reticencias de Alemania, Austria, España y Portugal, “que temían que la aplicación de la directiva sobre los abogados violara el derecho a la defensa y a la confidencialidad de la relación entre cliente y abogado”. A juicio del señor Rato, se ha llegado a una “fórmula de compromiso” que “salvaguarda perfectamente el derecho y el secreto profesional”, recogido por nuestra Constitución y en la Ley Orgánica del Poder Judicial. Y acto seguido, se afirma, en la nota de Efe, que el texto final de la directiva indica que “los notarios y otras profesiones legales independientes”, estarán sometidos a la obligación de “informar” de actividades sospechosas del blanqueo “cuando asesoren la planificación o ejecución de transacciones para su cliente”, o “cuando asesoren la planificación o ejecución de transacciones para su cliente”, o “cuando actúen como representantes” suyo en distintos tipos de operaciones.
A título de ejemplo, sigo con la noticia de Efe, “entre las operaciones que cita el texto figuran la compra o venta de propiedades o empresas, gestión de dinero, fondos o acciones del cliente, apertura o gestión de cuentas bancarias de seguridad, asesoramiento en la creación o gestión de compañías u otras estructuras similares”.

Y esto es lo que conozco de semejantes cuestión, pero es de suyo suficiente para mostrarme un tanto alarmado, si se persiste, por nuestro derecho interno, en esa extraña línea. Creo que se trata, sin duda, no de un ataque frontal contra el notariado y la abogacía, que quizá también lo pueda ser, sino, simplemente, como ya se alude en la misma nota de Efe, de una agresión inusitada contra el derecho de libre defensa, y la piedra fundamental que la sustenta, cual es la relación de total confianza, garantizada, además, por el secreto basado en la absoluta confidencialidad, que une al Letrado con su cliente, en todo caso.

“Los abogados deberán guardar secreto de todos los hechos o noticias de que conozcan por razón de cualquiera de las modalidades de su actuación profesional, no pudiendo ser obligados a declarar sobre los mismos”, dice, literalmente, una ley posconstitucional, cual es la Ley Orgánica del Poder Judicial en su artículo 437.2, como desarrollo, sin duda, del último párrafo del art. 24 de nuestra Constitución, cuando proclama que “la ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos”.

Nuestra venerable, y que con el tiempo también resultará venerada, si las cosas van por donde van, Ley de Enjuiciamiento Criminal, que condujera con manos de magistral jurista el señor Alonso Martínez, en 1882, totalmente exonera de la obligación de denunciar a los abogados y a los procuradores respecto de las instrucciones o explicaciones que recibieran de sus clientes (art. 263 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) y se hace extensiva en el inciso segundo, en régimen de auténtica parificación, a los eclesiásticos y ministros de cultos disidentes respecto de las noticias que se les hubieren revelado en el ejercicio de las funciones de su ministerio. 

La entrada en vigor de dicha directiva comunitaria, no cabe duda que contribuirá a una mejor lucha contra los supuestos delictivos o infracciones administrativas que consistan en eludir el control financiero de la Administración del Estado sobre el dinero. Y esto, desde luego, es meritorio, como no podía ser de otra forma. Pero, ya lo es menos que se pretenda convertir a los abogados en auxiliares o colaboradores de las fuerzas represivas del Estado, ya sean policiales o jurisdiccionales o, simplemente, administrativas, por la sencilla razón de que esto contraviene toda una tradición jurídica liberal, que se ha mantenido en nuestro país, incluso por las dictaduras padecidas que, en modo alguno, modificaron en ese sentido nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal. El secreto profesional del abogado es, en cierto modo, piedra angular de la misma existencia de esa profesión, que debe mantenerse a toda costa. Por eso cobra su máximo sentido la condena por prevaricación a un mediático juez con la consiguiente expulsión de la carrera judicial. Un abogado incontinente o que se pretenda convertir en un apéndice policiaco o judicial no es un abogado, será otra cosa, será un confidente, será un arrepentido deleznable pero nunca estará defendiendo con honestidad los intereses que le han sido encomendados. Si el eje diamantino de la abogacía es la confianza no tiene sentido de ninguna clase introducir en la legislación interna un deber jurídico de sospechar del cliente y delatarlo, pues no debe ser función del abogado, que se aprovecha de esa suerte, con verdadero abuso de la relación de confianza, que le dá cifra y sentido, junto con el secreto, a su profesión . La utilitas que preside muchas mentes y legislaciones parainquisitoriales, fuera de época es, en el fondo, la negación de la justicia. Una justicia fundamentada de la delación no es justicia, será otra cosa, será pura y simple represión criminal . 

Ahora va a resultar que ni siquiera por una realidad, sino simplemente por una sospecha, con toda la carga subjetiva que conlleva, del abogado, éste deberá poner en conocimiento de la autoridad, nada menos que su conjetura, que, a la vez, puede versar sobre una actuación de su cliente tan sólo sospechosa, por ejemplo, de blanqueo de dinero. Y a esto se le va a obligar, según parece, a la persona en la que el justiciable vuelca todo su depósito de confianza personal, y, en cumplimiento de esa obligación jurídica, deberá denunciarle a la autoridad, porque el abogado tiene la sospecha de que su cliente lleva a cabo actividades sospechosas… de blanqueo de dinero.

Y entre sospechas andaría la cosa. Y por mi parte, estoy en contra, no ya sólo en relación con las , sino hasta de las . Todavía no sé por qué regla de tres se le va a exigir al letrado un comportamiento delator en el tema del blanqueo de dinero y no en una cuestión relacionada con el terrorismo o el asesinato.

Una posición meramente pragmática en orden a la represión de estas cuestiones económicas hace que se ponga el mundo al revés: letrados como los de Ceaucescu, que acusan pero no defienden, no son sencillamente letrados, son, si se quiere, delatores pagados por el propio cliente. 

Y ya en puro régimen de sicofancia nos vamos a mover en el resbaladizo y tenebroso mundo de las . Pues lo que nos faltaba: que el Derecho y la justicia de nuestro proclamado Estado Social y Democrático de Derecho se fundamente en sospechas, en prospecciones, en conjeturas, en delatores, nada menos que con la condición de Letrado, que reforzarán así el grupo de los denominados <arrepentidos>, que asola, en nuestro días, la justicia de algunos países que se tienen por civilizados (Italia), a pesar se las críticas llevadas a cabo por los juristas más ilustres de este siglo y del pasado, sobre toda esta posición pretendidamente pragmática que choca frontalmente con principios inveterados, y que a la hora de la verdad se ha demostrado como en absoluto pragmática y ha llevado a resoluciones infames, por totalmente injustas. Se han , curiosamente sin ningún fundamento, gravísima sentencias condenatorias por el mero testimonio de un delator, y ya lo último sería que fuese un Letrado, o mejor, su Letrado.

Impunidad ninguna, pero cuando las infracciones sean por hechos propios, y no de terceros; confidencialidad y secreto total de todos los hechos conocidos, y más aún de los sospechados, del cliente, sean o no constitutivos de cualquier modalidad infractora. Y abogado se es también cuando se asesora sobre una operación mercantil, no sólo cuando se alega la inocencia en solicitud de la libertad en un proceso penal.

Nuestro país pretende ser un Estado de Derecho, pero se pretende negar que ya podamos confiar, siquiera, en nuestro abogado. Según parece, la directiva aprobada deja como estaban a los eclesiásticos. Algo es algo. Menos mal. Porque entonces ya nadie acudiría a ninguna fe religiosa, con la crisis que están padeciendo algunas religiones, en nuestro caso, la católica. Y los católicos deben hablar a su letrado como si fuera su confesor y si la legalidad no le da protección o ayuda no es la legalidad de un Estado de Derecho sino de un Estado represivo, para el que sirve todo hasta intervenir los teléfonos de los abogados. Por eso ha estado muy bien despedir a quién no ha actuado como un juez de una democracia sino como un policía sin escrúpulos de ninguna clase como si fuera de un país tercermundistas, o más precisamente como actuaría un comisario del chileno Augusto Pinochet, tan utilizado para autobombo internacional. España no necesita nada de eso. Tiene una legislación suficientemente sólida para que si se aplica con justicia no haya que quebrantar principios fundamentales de una sociedad democráticamente avanzada.


Fuente: LawyerPress.comI y II

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