Nuestro actual Estado de Derecho podría encontrarse en quiebra. La sociedad se sentiría rehén de sus instituciones, que no cumplirían su cometido, con lo que de ellas se espera:
– Si el Legislador no se respeta a sí mismo, ¿cómo podrá entonces exigir a los demás respeto a la Ley?
– El Tribunal Constitucional, que habría nacido fruto de la desconfianza frente al Parlamento, no sería a su vez, a día de hoy, capaz de generar suficiente confianza. Verdaderamente frustrante.
Para no fenecer a manos de la competencia, hubo en su día el Estado liberal -de Derecho- de evolucionar hacia un Estado social (derechos sociales –trabajo, educación-, más allá de la libertad y propiedad) y democrático (sufragio universal) de Derecho. Hoy vuelve a ocurrir lo mismo. Es inútil aferrarse a lo que ya no ilusiona.
La célebre polémica entre Kelsen y C. Schmitt nos ha dado pie a cuatro entradas: I, II, III y IV. Esta es la segunda.
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La FALTA de EJEMPLARIDAD del LEGISLADOR
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Por qué el productor de una ley “defectuosa”, a diferencia de cualquier otro productor de bienes, resulta –de hecho- irresponsable? Cfra. art. 135 del R.D.Leg. 1/2007.
Artículo 135 del R.D.Leg. 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores. Principio general. Los productores serán responsables de los daños causados por los defectos de los productos que, respectivamente, fabriquen o importen.
Artículo 136. Concepto legal de producto. A los efectos de este capítulo se considera producto cualquier bien mueble, aún cuando esté unido o incorporado a otro bien mueble o inmueble, así como el gas y la electricidad.
Artículo 137. Concepto legal de producto defectuoso.
1. Se entenderá por producto defectuoso aquél que no ofrezca la seguridad que cabría legítimamente esperar, teniendo en cuenta todas las circunstancias y, especialmente, su presentación, el uso razonablemente previsible del mismo y el momento de su puesta en circulación.
2. En todo caso, un producto es defectuoso si no ofrece la seguridad normalmente ofrecida por los demás ejemplares de la misma serie.
3. Un producto no podrá ser considerado defectuoso por el solo hecho de que tal producto se ponga posteriormente en circulación de forma más perfeccionada.
A nadie se le escapa que la responsabilidad del Estado Legislador resulta en la práctica –además de en la teoría- muy cercenada (cfra. art. 139 Ley 30/1992; + aquí).
Artículo 139 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Principios de la responsabilidad… 3. Las Administraciones Públicas indemnizarán a los particulares por la aplicación de actos legislativos de naturaleza no expropiatoria de derechos y que éstos no tengan el deber jurídico de soportar, cuando así se establezcan en los propios actos legislativos y en los términos que especifiquen dichos actos.
Se trata de algo que empieza a suscitar contestación. Así, se argumentará, ¿por qué no aplicar al Estado Legislador una responsabilidad similar a la derivada del efecto directo de las directivas comunitarias?
En virtud del «principio de la confianza legítima» (art. 3 Ley 30/1992) la Administración no puede adoptar medidas que resulten contrarias a la esperanza inducida por la razonable estabilidad en las decisiones de aquélla, y en función de las cuales los particulares han adoptado determinadas decisiones. Me pregunto si no debería ser este principio objeto de recepción general, aplicándolo así también al ámbito parlamentario.
Artículo 3 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Principios generales.
1. Las Administraciones públicas sirven con objetividad los intereses generales y actúan de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Constitución, a la Ley y al Derecho.
Igualmente, deberán respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima.
«… el principio de confianza legítima tiene su origen en el Derecho Administrativo alemán (Sentencia de 14 de mayo de 1956 del Tribunal Contencioso-Administrativo de Berlín), y constituye en la actualidad, desde las Sentencias del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea de 22 de marzo de 1961 y 13 de julio de 1965 (Asunto Lemmerz-Werk), un principio general del Derecho Comunitario, que finalmente ha sido objeto de recepción por nuestro Tribunal Supremo desde 1990 y también por nuestra legislación (Ley 4/99 de reforma de la Ley 30/92, artículo 3.1.2).
Así, las SSTS de 10 de mayo de 1999 y la de 26 de abril de 2012 recuerdan que «la doctrina sobre el principio de protección de la confianza legítima, relacionado con los más tradicionales en nuestro ordenamiento de la seguridad jurídica y la buena fe en las relaciones entre la Administración y los particulares, comporta, según la doctrina del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas -hoy de la Unión Europea- y la jurisprudencia de esta Sala, que la autoridad pública no pueda adoptar medidas que resulten contrarias a la esperanza inducida por la razonable estabilidad en las decisiones de aquélla, y en función de las cuales los particulares han adoptado determinadas decisiones. O dicho en otros términos, la virtualidad del principio invocado puede suponer la anulación de un acto o norma y, cuando menos, obliga a responder, en el marco comunitario de la alteración (sin conocimiento anticipado, sin medidas transitorias suficientes para que los sujetos puedan acomodar su conducta y proporcionadas al interés público en juego, y sin las debidas medidas correctoras o compensatorias) de las circunstancias habituales y estables, generadoras de esperanzas fundadas de mantenimiento» y este criterio se reitera en la STS de 16 de mayo de 2012, al resolver el recurso de casación nº 4003/2008…» (STS 6 Julio 2012)
¿Lex a legibus soluta est? Tal es la lógica positivista. Pero no el sentimiento popular. Si el legislador lo puede todo, incluso no respetarse a sí mismo, parecerá entonces haberse derrumbado uno de los pilares básicos del Estado de Derecho, a saber, el imperio de la Ley: Por su falta de ejemplaridad, por la desafección al sistema que provoca, la Grundnorm –hipotética, allende la Constitución- sobre la que la pirámide normativa de Kelsen se basa parece estar desmoronándose. Legalidad versus legitimidad. Poder constituido versus poder constituyente. Los fantasmas del pasado, Carl Schmitt, parecen reavivarse.
La teoría de la supremacía del Parlamento en modo alguno se ideó ni a día de hoy pretende dotar a éste de un poder arbitrario.
La Constitución de Weimar (decretada el 11 de agosto de 1919) no aportaba solución a los graves problemas económicos y sociales de Alemania. La democracia parlamentaria –de corte occidental- pareció entonces haber llegado a su fin. No ilusionaba. Sí, en cambio, sus competidores: el comunismo y el fascismo (particularmente la “marcha sobre Roma” en 1922), ambos detractores del Parlamento hasta entonces tradicional –burgués-. Es en este contexto que hay que situar la demoledora crítica de C. Schmitt al liberalismo.
El liberalismo político supo empero sobrevivir durante el siglo XIX al ímpetu de sus competidores. Para ello hubo de evolucionar, a saber, integrar –vía sufragio universal- a las masas, la clase obrera, en el Parlamento, una institución creada en su día por y para la burguesía –sufragio censitario-. Sólo a duras penas:
– Una rama escindida de los partidarios de la dictadura del Proletariado aceptaron “provisionalmente” las reglas de juego burguesas… hasta alcanzar el poder. Todavía hoy, dicha forma de pensar pervive –eventualmente, de forma inconsciente-.
– En adelante, habiendo hecho su aparición los partidos de masa, ya nada sería igual: El Parlamento pasó de ser un foro de debate –entre iguales- a convertirse en una caja de resonancia (el Gobierno aprueba, decide y gasta y luego el Parlamento ratifica); los intereses –de clase- sustituyeron a las ideas; asentada la disciplina de voto, reemplazada la regla mayoritaria por la proporcional y cerradas las listas electorales, se instauró la partitocracia.
Gödel, afamado matemático y lógico austríaco conocido por su «teorema de incompletitud», al tiempo de solicitar la ciudadanía americana, afirmó ante el juez Forman haber descubierto cómo la tiranía podría legalmente arraigar en los Estados Unidos. Nosotros podemos optar entre hacer como el juez Forman entonces –mirar hacia otro lado-, o afrontar el problema -reconocer su existencia-: Nuestro sistema parlamentario, nuestro “formal” imperio de la ley y separación de poderes, en suma nuestro actual Estado de Derecho, ya no convence.
Hasta el día de la fecha, en que dos nuevos competidores, uno externo (el modelo chino) y otro interno (la globalización, con una solo incipiente y abiertamente insuficiente regulación –normativa- de su ámbito), vuelven a atenazarlo. Es esta nueva situación de crisis la que habrá de consolidarlo, para lo que sin duda habrá de evolucionar, o derrocarlo. Se anuncia un nuevo poder constituyente.
Frente a la desbordada pujanza del poder constituyente nada puede lo constituido, la «normatividad legiconstitucional»: “Souverän ist, wer über den Ausnahmezustand entscheidet“ (C. Schmitt). La legitimidad recae no sobre quien puede decidir según la ley, sino “contra legem”. Esto para Kelsen suponía negar la esencia del Estado –cuyas acciones sólo pueden ser determinadas conforme a ley-. Para C. Schmitt, no: El Derecho es un producto “ex post”.
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El Tribunal Constitucional, ¿DESCONFIANZA frente al PARLAMENTO?
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Es llamativa la necesidad sentida tanto por Kelsen como por Carl Schmitt de buscar a la Constitución un garante. ¿Por qué? ¿Cómo es que hasta entonces se pudo prescindir de dicho garante? ¿Acaso hasta entonces hubo menos democracia –y Estado de Derecho-?
Entre las «Disposiciones fundamentales garantizadas por la Constitución» contenidas en el Título I de la Constitución francesa de 1791, se incluye la siguiente: «El poder legislativo no podrá hacer ninguna Ley que produzca agravio o ponga obstáculo al ejercicio de los derechos naturales y civiles consignados en el presente Título». Y sin embargo entonces no había Tribunal Constitucional alguno encargado de velar por el respeto de dicha disposición. La Constitución de 1791, ¿papel mojado?
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El fin de la supremacía del Parlamento
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Los revolucionarios franceses confiaban ciegamente en el Parlamento, particularmente los jacobinos: “La volonté générale est toujours droite”. Forzosamente: Acaban de sacudirse la tiranía –absolutista-. Cómo comenzar la nueva andadura desconfiando de la representación popular –“Tiers État”-?
Hasta el punto de que fue el poder legislativo -la Convención- a través de sus comités (primero –en enero de 1793- el Comité de Defensa General y luego –a partir de marzo de 17903- el Comité de Salvación Pública) quien dirigió las Guerras Revolucionarias.
Pero no, por razones históricas, en el Poder Judicial.
Los revolucionarios de 1789 recelaban de –la arbitrariedad de- los Tribunales. En efecto, el tercer estado temía que los magistrados, nombrados por el Antiguo Régimen, interpretasen el nuevo Derecho instituido por la Revolución según los intereses de la nobleza. De ahí que los sometieran al Tribunal de Cassation, un órgano más político que judicial, heredero directo de la «Cour souveraine de parlement» (Parlement de Paris).
Se entiende así que Robespierre llegase a afirmar que la “jurisprudencia” es un término que debería ser proscrito de la lengua francesa (“bannir de la langue française”), dado que los tribunales habrían de limitarse a aplicar pura y simplemente la ley.
Tampoco confiaban los revolucionarios de 1789 en el Poder Ejecutivo, por natural recelo frente a la tiranía. Entonces dicho poder todavía se encontraba en manos del Rey (Sieyes, origen del liberalismo doctrinario). Le faltaba pues todo carácter representativo.
Art. 3. Il n’y a point en France d’autorité supérieure à celle de la loi. Le roi ne règne que par elle, et ce n’est qu’au nom de la loi qu’il peut exiger l’obéissance (Secc 1ª Cap II Tit III de la Constitución Francesa de 3 de septiembre de 1791)
Art. 4. Le roi, à son avènement au trône, ou dès qu’il aura atteint sa majorité, prêtera à la Nation, en présence du Corps législatif, le serment d’être fidèle à la Nation et à la loi, d’employer tout le pouvoir qui lui est délégué, à maintenir la Constitution décrétée par l’Assemblée nationale constituante, aux années 1789, 1790 et 1791, et à faire exécuter les lois… (Secc 1ª Cap II Tit III de la Constitución Francesa de 3 de septiembre de 1791)
Art. 1. Au roi seul appartiennent le choix et la révocation des ministres (Secc 4ª Cap II Tit III de la Constitución Francesa de 3 de septiembre de 1791)
Article 2. – Les administrateurs n’ont aucun caractère de représentation. – Ils sont des agents élus à temps par le peuple, pour exercer, sous la surveillance et l’autorité du roi, les fonctions administratives (Secc 2ª Cap IV Tit III de la Constitución Francesa de 3 de septiembre de 1791)
Si en 1789 –o en los años inmediatamente posteriores- le hubiesen sugerido a un revolucionario francés la conveniencia –no digamos la necesidad- de instaurar un Tribunal Constitucional, ¿qué habría pensado? Superada la sorpresa, probablemente habría contestado que no veía razón para ello, que confiaba en su Cámara de Representantes.
Siguiendo la ucronía, acaso pudiese haber contestado irónicamente así: Siendo que habrá dos legisladores, uno positivo, el Parlamento, y otro negativo –el Tribunal Constitucional-, ¿por qué no tres? Esto es, ¿por qué no idear también un órgano “ad hoc”, distinto al Parlamento, para la aprobación de las leyes orgánicas? Mejor aún, ¿por qué no aún otros órganos legisladores adicionales? Uno especial para la respectiva aprobación de cada una de las leyes “especiales” –de bases, marco, etc.-; especializando así la tarea de cada uno.
En verdad, nada resolvería instaurar un tribunal así. Pues aún aportando una función de control, crearía al tiempo el problema que pretende resolver: ¿Quién controlaría al controlador?
Se constata que la idea misma de la instauración de un Tribunal Constitucional implica desconfianza en las instituciones. Y merma de la soberanía parlamentaria. A la tradicional desconfianza en los poderes judicial y ejecutivo, habría que sumar ahora la desconfianza en el Poder Legislativo. En lo sucesivo, la omnipotencia del Parlamento entre nosotros deja de ser –incluso formalmente- tal.
- No así en Inglaterra, donde la inexistencia de un texto constitucional escrito ha permitido que el dogma de la “parliamentary sovereignty” (“ Parliament can do everything but make a woman a man”) haya subsistido formalmente hasta nuestros días.
“Parliament means, in the mouth of a lawyer (though the word has often a different sense in conversation) The King, the House of Lords, and the House of Commons: these three bodies acting together may be aptly described as the «King in Parliament», and constitute Parliament. The principle of Parliamentary sovereignty mean neither more nor less than this, namely that Parliament thus defined has, under the English constitution, the right to make or unmake any law whatever: and, further, that no person or body is recognised by the law of England as having a right to override or set aside the legislation of Parliament” (Dicey, 1885)
Ahora bien, acaso incluso el Parlamento británico haya visto mermada su soberanía a raíz de su ingreso en la Unión Europea. De hecho, sólo de hecho.
- ¿Significa ello que el parlamento británico se siente libre para hacer lo que le plazca? No. Pues, aunque no en la letra, siempre en el espíritu anglosajón permanece el respeto -en lo posible- al Common Law.
«… in many cases, the common law will controul Acts of Parliament, and sometimes adjudge them to be utterly void: for when an Act of Parliament is against common right and reason, or repugnant, or impossible to be performed, the common law will controul it, and adjudge such Act to be void» (juez Coke, Bonham´s case, 1610).
La prevalencia del Common Law sobre el Parlamento enunciada por Coke aparece formalmente superada por la doctrina de la parliamentary sovereignty (Blackstone, Commentaries on the Laws of England, 1766), hoy incontestable.
“It is often said that it would be unconstitutional for the United Kingdom Parliament to do certain things, meaning that the moral, political and other reasons against doing them are so strong that most people would regard it as highly improper if Parliament did these things. But that does not mean that it is beyond the power of Parliament to do such things. If Parliament chose to do any of them, the courts would not hold the Act of Parliament invalid.” ( Lord Reid in Madzimbamuto v Lardner-Burke,1969 1 AC 645)
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El Tribunal Constitucional ó el Alguacil Alguacilado
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Vinieron la verdad y la justicia a la tierra. La una no halló comodidad por desnuda ni la otra por rigurosa. Anduvieron mucho tiempo así, hasta que la verdad, de puro necesitada, asentó con un mudo.
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La justicia, desacomodada, anduvo por la tierra rogando a todos, y, viendo que no hacían caso della y que le usurpaban su nombre para honrar tiranías, determinó volverse huyendo al cielo. Salióse de las grandes ciudades y cortes y fuese a las aldeas de villanos, donde por algunos días, escondida en su pobreza, fue hospedada de la simplicidad hasta que envió contra ella requisitorias la malicia. Huyó entonces de todo punto, y fue de casa en casa pidiendo que la recogiesen. Preguntaban todos quién era. Y ella, que no sabe mentir, decía que la justicia. Respondíanle todos: Justicia, y no por mi casa; vaya por otra.Y así, no entraba en ninguna.
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Subióse al cielo y apenas dejó acá pisadas. F. de Quevedo
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A mediados del siglo pasado pareció conveniente apuntalar el sistema introduciendo un órgano llamado a dotarlo de mayor fiabilidad, el Tribunal Constitucional. Decaída de nuevo la confianza en las instituciones -ahora por distintas razones a las de entonces-, parece llegado el momento de volver a hacer lo propio. Sólo que de momento aún no se vislumbra hacia donde evolucionar.
En el texto que insertamos, Quevedo, llevase o no razón, proclama con indudable gracia la falta de credibilidad que por aquel entonces habían alcanzado nuestra Justicia.
Uno podría comprender y aún compartir las razones que llevaron a nuestro Tribunal Constitucional a pronunciarse como lo hizo en casos tan afamados como el asunto Rumasa, el Estatut de Cataluña o la legalización de Sortu. Da igual. Más allá de la opinión de cada cual, no se puede negar la evidencia: Para un importante sector de la opinión pública dichas sentencias, en mayor o menor medida, han erosionado su credibilidad.
He aquí un paradigma de la situación actual. El sistema vigente de ejecución de sentencias dinerarias contra la Administración (cfra. art. 173 RDLeg 2/2004, que reemplaza al derogado art. 154.2 de la Ley 3/1998), que no sólo legal sino constitucional (cfr. STC 166/1998, de 15 de Julio), no funciona. Ni convence, pues tolera que la Administración pague, mal y tarde, según a quien. Así las cosas, ¿cómo extrañarse que el sistema genere desconfianza?
Me pregunto hasta qué punto la aludida inoperancia ha contribuido a llevarnos donde hoy estamos (De Blas Galbete, + aquí).
Artículo 173 del Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales. Exigibilidad de las obligaciones, prerrogativas y limitación de los compromisos de gasto.
1. Las obligaciones de pago sólo serán exigibles de la hacienda local cuando resulten de la ejecución de sus respectivos presupuestos, con los límites señalados en el artículo anterior, o de sentencia judicial firme.
2. Los tribunales, jueces y autoridades administrativas no podrán despachar mandamientos de ejecución ni dictar providencias de embargo contra los derechos, fondos, valores y bienes de la hacienda local ni exigir fianzas, depósitos y cauciones a las entidades locales, excepto cuando se trate de bienes patrimoniales no afectados a un uso o servicio público.
El Tribunal Constitucional protege a la Administración frente al embargo de dinero. La STS 24 de Enero de 1999 admitió el embargo de fondos públicos en un caso en que la acreedora resultaba ser otra Administración Pública. Y bien, a los contratistas que prestan servicios de semejante interés público, ¿por qué no se les protege?
No consuela que el sistema anterior, de absoluta inembargabilidad (primitiva redacción del art. 154 Ley 3/1998), resultara aún menos convincente.
Decididamente, algo habrá que hacer. Cada cual, en la medida de sus posibilidades, habrá de contribuir a la regeneración del sistema, para que éste vuelva a merecer confianza. De esto nos ocupamos en otra entrada posterior.
Artículos como el 173 del el Real Decreto Legislativo 2/2004, dicen algunos, más que defender el interés público defienden el interés -particular- de sus servidores. Pues arruinan la solvencia y por ende el crédito al sector público; algo que, en último término, todos terminamos pagando. Se trata de algo comprensible y ampliamente reconocido en el campo de lo privado. ¿Acaso no se acepta comúnmente que uno puede ser el interés de determinada sociedad cotizada y otro bien distinto el de su Consejo de Administración? Y bien, ¿cómo defenderemos a los poderes públicos frente a sus detentadores?
Me pregunto si no ocurrirá que, con buen propósito y mala fortuna, hayamos terminado convirtiendo lo público en un monstruo ingobernable, de irrefrenable crecimiento. El medio -la maquinaria, el aparato, la burocracia- se habría convertido en fin en sí mismo. Hay quien postula el retorno al Derecho Privado («do ut des», arts. 1100 y 1124 Cc…); una concepción históricamente más próxima a la mentalidad anglosajona que a la continental. Lo público volvería a considerarse mera exorbitancia del régimen general, cuyo apartamiento habría puntualmente -caso por caso- de justificarse. Así, ¿está justificado un régimen exorbitante de responsabilidad del funcionario? (cfra. art. 145 de la Ley 30/1992). ¿Y una jurisdicción ajena a la ordinaria -no especializada sino especial-? (+ aquí) El debate está abierto.