Les habla un joven farmacéutico que antes de que le saliera la barba había heredado de su tía Pilar (primera herencia) su vocación profesional. A la tía Pilar, dueña de la mejor oficina de farmacia de una próspera ciudad aragonesa, le llegó la hora de la jubilación en 2015. ¿Quién podía superar los títulos para la adjudicación de la botica (segunda herencia) exhibidos por su sobrino del alma y heredero universal? El mejor aspirante ganó la oposición y el infrascrito encargó a medida la bata de farmacéutico. Tía y sobrino firmaron la escritura de compraventa y la transmisión se realizó al precio que entonces dictaba el mercado. “Amiguiños sí, pero a vaquiña polo que vale”, habría exclamado mi tía si hubiera nacido en Galicia.

Pero una buena tía siempre va más allá de la objetividad jurídica, del interés propio y tampoco frena sus ganas de satisfacer los anhelos particulares de su sobrino favorito (o único, como era mi caso). La buena de Pilar, con la generosa intención de evitar que su amado sobrino recurriera a un préstamo bancario –con el lastre adicional de sus costosos peajes financieros-, ofreció al hijo de su hermana ya fallecida la posibilidad de abonar el precio en cómodos plazos: quince pagos anuales durante un periodo de quince años. Y, para redondear su oferta, la tía se puso estupenda y entregó una golosina muy dulce al recién licenciado en Farmacia: el capital aplazado no devengaría intereses.

La tía Pilar, aunque ignoraba su valor exacto, sabía que había obtenido una ganancia descomunal. Por consiguiente, intuyó que la Agencia Tributaria le iba a pegar un buen mordisco al beneficio que le había producido la venta de la farmacia. Como durante la mitad de su vida había despachado muchos sedantes y analgésicos, la antigua boticaria se preparó mentalmente para aliviar el dolor de cabeza que le daría unos meses después la obligación de declarar el pelotazo que le había devuelto su querido sobrino como contraprestación de la adquisición de la oficina. No se le escapaba que, aun no existiendo fórmulas magistrales en cuestiones impositivas, los contribuyentes del IRPF pueden atemperar el importe de los cheques que extienden a nombre del Tesoro Público si, en vez de pasar la noche en Malagón, reservan una plaza hotelera en la ciudad que vio nacer a Picasso. Pero antes de tomar la decisión más conveniente para sus intereses, la tía Pilar debía conocer los números en todo su detalle.

Su viejo contable realizó los cálculos pertinentes y luego colocó a la mujer al borde de la encrucijada legal. Le informó de que la regla genérica de imputación de rentas dispone, en relación con el tiempo de pago de las cuotas tributarias, que las ganancias y pérdidas patrimoniales se imputan al periodo en que tiene lugar la alteración patrimonial (en su caso, 2015). Pero que en las operaciones a plazos o con precio aplazado, el contribuyente, si lo desea, puede imputar proporcionalmente las rentas a medida que se hagan exigibles los cobros correspondientes. La segunda alternativa era la mejor, en eso coincidieron una vez más el profesor mercantil y su antigua patrona. Aunque no signifique ningún ahorro fiscal (salvo, en algunos casos, el derivado de los ajustes anuales en la base del ahorro), la opción especial (conocida popularmente como ‘la triple D’) le permitiría a la boticaria jubilada distribuir, dosificar y diferir las cuotas del IRPF a lo largo de quince años. A mayor abundamiento, ‘la triple D’ supone, aparte de los citados dividendos fiscales, una doble ventaja financiera: el contribuyente le gana al Estado el diferencial de la inflación y, por otro lado, posee el margen de maniobra que le atribuye el dominio en el tiempo de los costes de oportunidad.

Naturalmente, la tía Pilar no se lo pensó dos veces y eligió la regla especial. En 2016 (declaración de 2015) empezó a pagar la iguala que había contratado con Hacienda y ningún año faltó a su cita (tampoco su sobrino y ahijado, dicho sea de paso, se retrasó un minuto en satisfacer el vencimiento de cada letra). Hasta ahora…Porque…-¡ay!-días antes de las campanadas de despedida de 2019 la tía Pilar falleció de muerte súbita (tercera herencia que me adjudico). Pilar se fue a visitar a mi madre once años antes de saldar sus cuentas con Hacienda. El calendario de pagos anuales –mi tía solo vivió lo justito para satisfacer cuatro- por la venta de la botica finalizaba en el año 2029 (última cuota a pagar: mayo-junio de 2030). ¿Y ahora qué?

Pues el acabose. Literalmente y también en su significado popular de ‘desastre’. El artículo 14.4 de la Ley del Impuesto dice: “En el caso de fallecimiento del contribuyente todas las rentas pendientes de imputación deberán integrarse en la base imponible del último periodo impositivo que deba declararse”. Respecto a mi tía, las rentas pendientes deberán imputarse en la declaración del IRPF de 2019. Pero, ¿quién tiene la obligación de hacerlo? La respuesta es sencilla. Según el artículo 96 (“obligación de declarar”) de esa Ley, apartado 7: “Los sucesores del causante quedan obligados a cumplir las obligaciones pendientes por este Impuesto, con exclusión de las sanciones, de conformidad con el artículo 39.1 de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria”. “¡Ahora es cuando realmente te echo de menos, querida Pilar!” (este fue mi rezo interior durante su funeral).

La “obligación tributaria” alude al cumplimiento simultáneo de dos prescripciones legales: declarar el IRPF y pagar la cuota correspondiente. Ya hemos visto que la Ley del IRPF considera “obligados” a los “sucesores” del causante, en los términos establecidos por la Ley General Tributaria. Pues bien, esta última, como no podía ser de otra manera, no despoja al sucesor de las facultades que le otorga “la legislación civil en cuanto a la adquisición de la herencia” (artículo 39.1 LGT).

¿Qué opciones otorga el Código Civil a las personas llamadas a una herencia si, ya en su faceta pública de contribuyentes, no quieren ser ‘zurradas’ más de lo debido por la Agencia Tributaria (IRPF) y las Comunidades Autónomas (Impuesto sobre Sucesiones)? Los individuos concernidos, si no desean aceptar la herencia incondicionalmente, pueden utilizar diversas fórmulas. La más suave –que libra al sucesor de la obligación de responder con sus propios bienes frente a las posibles deudas (incluidas las fiscales) contraídas por el causante- es aceptar la herencia a beneficio de inventario. Es un cortafuegos para el sucesor, ya que de esta manera limita su eventual responsabilidad, como máximo, hasta donde alcance el valor de su participación en el caudal relicto.

La solución más drástica o dura es, llanamente, repudiar la herencia. Pero la renuncia significa una enmienda a la totalidad de la herencia. No admite límites o condiciones. A mí no me convenía huir de los impuestos (como el mafioso Al Capone) cogiendo ese camino. La masa hereditaria de mi tía no era una bagatela: imposiciones bancarias de siete cifras, dos locales arrendados junto a la farmacia y una panadería en el pueblo de su madre.

Además, jugaba a mi favor la fuerza imperativa y automática del Código Civil. Las obligaciones se extinguen por la confusión de derechos. ¿Qué significado jurídico tiene la palabra “confusión”? ¿Es el mismo que identifica a casi todos los miembros de nuestra clase política? Decididamente, no. En Derecho, la “confusión” equivale a la reunión en una misma persona de los conceptos de acreedor y deudor. Yo había sido bendecido por la “confusión” tras el fallecimiento de mi tía. Como único heredero de sus bienes, había logrado ser, el mismo día en que se produjo su óbito, acreedor y deudor de mi mismo en relación con los plazos pendientes de la venta de la farmacia. Es verdad que la “confusión” no juega en las adquisiciones a título de herencia si ésta ha sido aceptada a beneficio de inventario. Por tanto, tenía un motivo adicional para depositar en el cubo de la basura esa modalidad sucesoria.

Lo que no está en mi mano es falsear el domicilio donde siempre vivió mi tía, ubicado en la Comunidad Autónoma de Aragón. Desgraciadamente, los políticos de Aragón han establecido el impuesto de sucesiones más caro de España. Así que, en este capítulo, me va a tocar (muy pronto) pagar el pato. Sin embargo, y por suerte, el saldo final del balance heredado de mi tía (bienes menos gastos y tributos) arroja pingües beneficios a mi favor.

Pero no solo de pan viven el hombre y la mujer. Los sucesos que, para bien o para mal, me han salpicado desde la compra de la farmacia no solo tienen un reflejo positivo en el valor de mi patrimonio material. Lo más importante es la riqueza de las experiencias que he acumulado en la mochila que llevo en la cabeza, el mejor equipaje para andar el camino de mi futuro personal. He aprendido que el azar puede destruir el plan más inteligente a corto, medio o largo plazo. Al menos hasta que los avances de la ingeniería genética y la tecno-biología nos hagan, a usted y a mí, inmunes a la enfermedad de la muerte. Pero si admiten una apuesta, les confesaré que esa temeraria y dudosa posibilidad tiene un precio imposible de calcular y, por supuesto, pagadero a más de quince años.

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