¿Cuántas como ésta habrá en nuestra vida cotidiana?:
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Las palabras jurar y juramento pertenecen a la familia del latin ius, iuris. Son voces jurídicas, no eclesiásticas.
- Una lamentable confusión entre lo sagrado y lo sacro… habrá que interpretar la anodina promesa como una boba afirmación de laicismo, con ignorancia u olvido de que la dimensión de lo sagrado va mucho más allá de lo religioso.
- Prometer es fácil, jurar es comprometido… distingan entre la simple promesa, que es sólo una expresión de voluntad de hacer, y el juramento, que convierte lo así manifestado en firme e ineludible obligación.
Por su importancia, dedicamos al juramento tres entradas: I, II y III.
Como el tema me ha interesado desde hace tiempo, lo leí con atención y con gusto. Pero me parece que se queda corto al no resolver la diferencia entre los dos conceptos en su aplicación en la aceptación de cargos públicos. Por eso y porque considero de interés que se debata sobre el asunto, me atrevo a terciar y reproducir el artículo que publicó el Diario ABC el 26 de Julio de 1988 (hace 24 años), Don Gregorio Salvador, Académico de la Lengua y hoy Vicepresidente de la “Docta Casa”.
No he leído nada tan acertado y completo sobre la cuestión, por ello, mejor que extractar o glosar, es transcribirlo entero.»
PROMETER y jurar, que no prometer o jurar, disyuntivamente, tal como los usos políticos han establecido de un tiempo a esta parte, no se sabe muy bien por qué. Tenemos el reciente espectáculo televisivo de la jura de los nuevos ministros, que ha sido una jura sin juramentos, pues todos se han limitado a prometer, que es bien poca cosa, porque las promesas de los políticos no son, en principio, fiables, como nos dejó dicho mi ilustre y llorado compañero el profesor Tierno Galván, que algo debía saber de ese asunto.
Una jura sin juramentos es, a lo sumo, como un partido de fútbol sin balón, o como una corrida de toros descornados, o como una carrera ciclista en motocicleta. Un paripé. O, si queremos atenuar la expresión, nada entre dos platos.
Como estoy rodeado de diccionarios, que es cosa de mi oficio, trato de encontrar en ellos alguna justificación a tal licencia semántica, la de hacer equivalentes los términos promesa y juramento. Pero no hay modo, porque en el uso real de nuestra lengua –y ya antes de la lengua madre latina- el juramento es la promesa comprometida, no la simple promesa que nuestro léxico académico define como <la que no se confirma con voto o juramento>.
‘Hora va siendo de que recordemos lo obvio: las palabras jurar y juramento pertenecen a la familia del latín, ius, iuris. Son voces jurídicas, por lo tanto, no eclesiásticas.
Para el más manejable, actual y popularizado de nuestros diccionarios de uso, el de Planeta, dirigido por Francisco Marsá, prometer es <decir alguien que se obliga a hacer o dar algo>, mientras que jurar es <afirmar o prometer algo tomando por testigo alguna cosa o a alguien que se considera sagrado>.
Me temo que el escamoteo de los juramentos procede de una lamentable confusión entre lo sagrado y lo sacro, y creo que habrá que interpretar la anodina promesa como una boba afirmación de laicismo, con ignorancia u olvido de que la dimensión de lo sagrado va mucho más allá de lo religioso. El susodicho diccionario, que es el único entre los actuales del español que ilustra sus acepciones con ejemplos, aduce éste para jurar: <Juró por su honor que no había intervenido en el hecho>, mientras que prometer lo aclara de este modo: <Prometió a los jugadores una prima doble si ganaban.>.
Hay un valor más intenso de prometer que es el de <asegurar la certeza de lo que se dice> (<Te prometo que digo la verdad>), pero ese, que es el único que atenuaría la insignificancia de la fórmula adoptada, es solamente de uso dialectal, en León y parte de Castilla, y en asuntos generales de tanta trascendencia no caben, por supuesto, localismos. En la conciencia lingüística de la mayoría de los hispanohablantes españoles –y no digamos de los hispanoamericanos- prometer es un verbo lastrado de inseguridades que necesita proveerse de prefijo y además pronominalizarse, devenir en comprometerse, para poder tomarlo en serio.
<Te prometo, mamá, que no volveré a comer chocolate sin tu permiso>. Y la madre se queda tan tranquila, sin inquietarse por la probable, dulce y perdonable transgresión. Pero si el hijo dice: <Te juro que no comeré más chocolate>, la madre se indigna e increpa: <No se jura, niño>, porque no desea en absoluto que la posible infracción de la promesa resulte imperdonable.
Convendría, pues, dejarse de infantilismos y quien vaya a ocupar un cargo lo jure. No basta con que lo prometa. La promesa con juramento es la que establece el compromiso. Y lo demás es tomar a broma el significado de las palabras, el código lingüístico que nos permite entendernos y que se ha ido fraguando siglo a siglo, generación tras generación. En el diccionario de María Moliner se incluye la locución jurar el cargo y ni en ése ni en ningún otro aparece la absurda expresión, ahora inventada, de prometer el cargo, que en buen castellano no quiere decir nada. Jurar el cargo es <hacer el juramento de servir debidamente un cargo con la fórmula y solemnidad establecida>. Pues bien, la fórmula puede ser varia, puede haber muchas fórmulas disponibles o que cada cual se invente la suya propia, pero que jure, que el que ocupe un cargo jure. Porque algo habrá que sea sagrado para él; que el creyente siga jurando por Dios, como siempre ha hecho, y que el no creyente jure por su honor, o por el sistema ideológico en el cual ha puesto su fe y su esperanza, o por la memoria de sus muertos, o por la madre que lo parió. Pero que jure, que se comprometa.
Vivimos en un Estado de derecho y hora va siendo ya de que recordemos lo obvio: las palabras jurar y juramento pertenecen a la familia del latín jus, juris. Son voces jurídicas, por lo tanto, no eclesiásticas. Más vinculaciones religiosas han tenido prometer y promesa en nuestra lengua. El incumplimiento de la simple promesa nunca es grave para quien lo omite o lo descuida, el del juramento se convierte sin más en un delito: el perjurio.
Prometer es fácil, jurar es comprometido. Y todo asunto que afecte a la Administración Pública debe rodearse de las mayores garantías, toda persona que desempeñe un cargo debe hacerlo con proclamada responsabilidad. En una democracia, lo menos que merece la ciudadanía es el compromiso explícito de sus gobernantes y legisladores, el juramento que lo corrobore.
En Santa Gadea de Burgos do juran los fijosdalgo, allí toma juramento el Cid al Rey castellano. Sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo. Las juras eran tan fuertes que el Rey no las ha otorgado.
Así han cantado los españoles desde el siglo XI con este romance la exigencia de Rodrigo Díaz de vivar en Santa Gadea, identificándose con él, con la necesidad de que los más altos garanticen a los situados más abajo, con su juramento, la veracidad de sus palabras, la claridad de sus hechos, la pureza de sus intenciones.
El único consejo lingüístico-político que me he permitido dar alguna vez a mis alumnos es el de que sean precavidos ante los políticos que confunden las cosas que ocurren, o que se hacen, o que se representan; es decir, los asuntos, y el discurso sobre esas cosas, lo que de ellas se dice o se cuenta o el modo intermedio de ofrecerlas; es decir, los temas. Pues bien, creo que de aquí en adelante habrá también que prevenirlos semánticamente para que distingan entre la simple promesa, que es sólo una expresión de la voluntad de hacer, y el juramento, que convierte lo así manifestado en firme e ineludible obligación. Exijamos, como el Cid pretendía de Alfonso VI, que nuestros gobernantes juren, que nuestros gobernantes no eludan con promesas lo que debe ser estricto y severo compromiso.
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Únicamente, resaltar lo que dice, tan bien, Don Gregorio: “hora va siendo de que recordemos lo obvio: las palabras jurar y juramento pertenecen a la familia del latín, ius, iuris. Son voces jurídicas, por lo tanto, no eclesiásticas”. ‘Prometer es fácil, jurar es comprometido. Y todo asunto que afecte a la Administración Pública debe rodearse de las mayores garantías, toda persona que desempeñe un cargo debe hacerlo con proclamada responsabilidad’ Es posible que el desconocer esto, sea la causa de que personas que no son católicas, al acceder al cargo prometan y no juren.
Recuerdo que hace bastante, una persona muy allegada fue nombrada Director General de un Ministerio y me consultó la forma a emplear en la toma de posesión y le dije sin dudar (ya había leído el artículo), que jurase. Así lo hizo y después del acto, algunos amigos y conocidos le atribuyeron el juramento a su formación religiosa en el bachillerato. Eran otros de los que confundían la velocidad con el tocino.. P.D.– Después de escribir lo anterior, leo que un reciente alto cargo, al que el periódico califica de ateo (¿?) prometió el cargo. Puede ser lo que digo antes.
Otras Fuentes: hemeroteca.abc.es; Prometer y Jurar -pdf-
Más sobre el particular en elpais.com
¡ ATENCIÓN !
Un amable lector nos da noticia de una réplica a cuanto antecede que podríamos montar así
RÉPLICA
El verbo jurar, según el Diccionario de la Lengua Española, significa siempre y únicamente «afirmar o negar algo, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas». Consecuente con dicha interpretación, una Ley de 24 de noviembre de 1910 introdujo en España la posibilidad de prometer por el honor, para el caso de que la prestación del juramento no fuese conforme con la conciencia del declarante. Así las cosas, carecería de sentido que en un acto solemne se utilizara como fórmula, alternativa a la promesa, la de “juro por mi conciencia y honor”:
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- Stricto sensu, el que jura, jura siempre y sólo por Dios. No procede añadido alguno, a no ser que sea para expresar que quien jura lo hace no por Dios en su mismo, sino en sus criaturas. Así, por ejemplo, sería lícita la expresión «juro por mis hijos”.
- Es posible “prometer” por muchas cosas.
Prometer, dice el Diccionario de la RAE, es «asegurar la certeza de lo que se dice». Me pregunto si alguien absolutamente descreído, hasta el punto de no creer ni en su propio honor, habría de poder prometer «por Snoopy», por un determinado equipo de fútbol o por su perro, acaso -dentro siempre de su absoluto relativismo- lo más valorado por él. ¿Por qué necesariamente habría de descalificarse dicha promesa por falta de seriedad? Al fin y al cabo, como ya la reseñada Ley de 1910 apuntase, ¿no se trataría de encontrar un remedo -lo más parecido posible- a lo sagrado?
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🙄 La figura delictiva del perjurio no aparece ya en el Código Penal de 1848. Si exceptuamos el art. 402 del Código Penal de 1928, nunca más ha vuelto a reaparecer en el Derecho Penal español.
Capítulo VI del Título XX (Delitos contra la Administración de Justicia).
Del FALSO TESTIMONIO
Artículo 458 Cp. 1. El testigo que faltare a la verdad en su testimonio en causa judicial, será castigado con las penas de prisión de seis meses a dos años y multa de tres a seis meses…
Artículo 459 Cp. Las penas de los artículos precedentes se impondrán en su mitad superior a los peritos o intérpretesque faltaren a la verdad maliciosamente en su dictamen o traducción…
Artículo 461 Cp. 1. El que presentare a sabiendas testigos falsos o peritos o intérpretes mendaces, será castigado con las mismas penas que para ellos se establecen en los artículos anteriores.
Está en juego algo más que las palabras:
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- Tratándose del juramento, lo más sagrado… y también el delito de perjuirio -mientras existió-.
- ¿Y en presencia de una promesa? Digámoslo llanamente: nada.
El efecto negativo de faltar a -su obligación de decir- la verdad es para la parte, en el interrogatorio de partes, nulo.
¿Es esto razonable? Pensamos que no. Y por eso postulamos la revigorización del juramento, particularmente la reinstauración del iusiurandum voluntarium y del iusiurandum in iure delatum sive necessarium… Tambien -eventualmente- la del delito de perjurio. Ciertamente, con el debido «aggiornamento». Pero esto es ya materia que expondremos en otra entrada posterior.