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La existencia de parcelas de poder en mayor o menor medida exentas del control judicial ha sido -es- una constante histórica. Y también la pugna por su sometimiento al Derecho.
La garantía de su sometimiento a Derecho no puede ser total. Opera sólo hasta cierto límite ¿Acaso debería o podría ser de otra forma? En último término, ¿quien controlará al controlador?
El Estado de Derecho, más que sobre la idea de garantía y control, habría de descansar sobre la idea de responsabilidad, ahora sí, exigible a todos y en todo. De derecho y sobretodo de hecho. Pues difícilmente un sistema podrá a largo plazo subsistir sin convencer, sin ejemplaridad, basado sólo en la exigencia de responsabilidades.
La célebre polémica entre Kelsen y C. Schmitt nos ha dado pie a cuatro entradas: I, II, III y IV. Esta es la tercera.
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EL GARANTE DE LA CONSTITUCIÓN
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A lo largo de la historia y ancho de la geografía se han ensayado múltiples formas de “defensa” de los pilares constitucionales del Estado. En un tiempo se pensó en el Parlamento; en otros lugares se recurre al Poder Judicial; Carl Schmitt abogó por el Jefe del Estado… Kelsen sugirió otro posible defensor, el Tribunal Constitucional.
Cinco “éforos” –en griego, supervisores-, tal vez elegidos –anualmente-, se encargaban –entre otras funciones- en la antigua Esparta de controlar la actuación de los reyes, a los que incluso podían arrestar y llevar a juicio.
La tutela de la res publica romana correspondía al Senado. En su origen estuvo formado por 30 patricios (un representante de cada gens). A mediados de la época republicana el senado contaba con unos 300 miembros; estaba compuesto por todos los ciudadanos que habían ejercido magistraturas curules -cónsules, pretores y ediles, los conscripti-, así como de los patres, las cabezas de las familias patricias -descendientes de los primeros senadores romanos establecidos por Rómulo y sus sucesores, que formaban el grupo social privilegiado, opuesto a los plebeyos-.
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¿Por qué no el Parlamento?
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Existe un argumento lógico-formal irrefutable que aboga por la no atribución al Parlamento de la tutela constitucional: ¿Cómo podría el Parlamento controlar la constitucionalidad de sus propias leyes?
Bien entendido, dicho argumento incurre en una petición de principio: Presupone que la Constitución necesita de una garantía efectiva. Y bien, ¿por qué no podría ser ésta meramente programática y resultar residenciada su defensa en el propio Parlamento?
Y sin embargo hasta 1958 no se instauró en Francia el control de constitucionalidad de las Leyes. Hasta entonces se siguió confiando en el Parlamento, en la responsabilidad de las instituciones.
“Toute Société dans laquelle la garantie des Droits n’est pas assurée, ni la séparation des Pouvoirs déterminée, n’a point de Constitution” (art. XVI de la Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen de 1789).
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¿Significa ello que hasta 1958 el Estado de Derecho era papel mojado en Francia? Me pregunto si las futuras generaciones no llegarán acaso a juzgarnos con semejante severidad.
En el caso de Kelsen la desconfianza en el funcionamiento de las instituciones se vela bajo el citado argumento formal. Y sin embargo salta a la vista que Kelsen no ideó el Tribunal Constitucional por razones puramente teóricas: Si hubiese confiado ciegamente en la soberanía y buen hacer del Parlamento y resto de poderes constitucionales, habría abogado por la aplicación meramente programática de la Constitución –como hasta entonces ocurría- o por su tutela cruzada –“checks and balances”-.
Un ejemplo de aplicación programática –no inmediata- en el artículo catorce de la Constitución Española de 1876 (perteneciente al Título I –De los españoles y sus derechos-)
“Las leyes dictarán las reglas oportunas para asegurar a los españoles en el respeto recíproco de los derechos que este títulos les reconoce, sin menoscabo de los derechos de la Nación, ni de los atributos esenciales del poder público…”
Puede que, en la mentalidad de Kelsen, la creación de la figura del Tribunal Constitucional tuviera como principal propósito mantener la unidad territorial del Estado.
Aparte otros, tales como la defensa de las minorías. Intuimos que al éxito del invento kelseniano del Tribunal Constitucional (Constitución austríaca, 1920) hubo de contribuir largamente la necesidad que la élite burguesa sintió en su día de garantizarse un mínimo frente a los previsibles ataques de la masa, ahora adueñada del Parlamento.
“… es en el Estado Federal donde la Justicia Constitucional adquiere una mayor importancia mayor. No es exagerado afirmar que la idea política del Estado Federal solo encuentra su plena realización con la instauración de un Tribunal Constitucional” (Kelsen)
Su observación es ciertamente arriesgada. No nos atreveríamos a afirmar que necesariamente la tutela ofrecida por un Tribunal Constitucional –pongamos como ejemplo, el nuestro- sea superior a la que es capaz de proporcionar el Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
En el caso de C. Schmitt, la desconfianza se torna en desprecio, no sólo del Parlamento sino del Liberalismo. Éste sería por esencia negociación, continua indefinición –consenso-, con la esperanza de evitar el enfrentamiento definitivo mediante un debate parlamentario sin fin (“ewiges Gespräch”).
Para Schmitt, la esencia del liberalismo radica en la negociación y la indecisión permanente, puesto que tiene la expectativa de que en el debate parlamentario el problema se diluya, suspendiéndose así indefinidamente la resolución mediante una discusión interminable.
¿Organisierte Unentschiedenheit? “Sein Wesen ist Verhandeln, abwartende Halbheit, mit der Hoffnung, die definitive Auseinandersetzung, die blutige Entscheidungsschlacht könnte in eine parlamentarische Debatte verwandelt werden und ließe sich durch ewige Diskussion ewig suspendieren“
“Jener Liberalismus mit seinen Inkonsequenzen und Kompromissen lebt […] nur in dem kurzen Interim, in dem es möglich ist, auf die Frage: Christus oder Barrabas, mit einem Vertagungsantrag oder der Einsetzung einer Untersuchungskommission zu antworten”
Frente a la pregunta perentoria: “¿a quién queréis, a Barrabás o a Jesús?”, ¿cómo responde el Liberalismo? La urgencia de la respuesta queda aplazada con el nombramiento de una comisión parlamentaria investigadora que finalmente elude dar una respuesta concluyente.
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¿Tal vez el Tribunal Supremo?
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¿Encomendar la función de garante de la Constitución a los jueces? Más allá de su aplicación meramente programática, así venía recogiéndose en algunas constituciones.
Por ejemplo, en la Constitución de Weimar se preveía que sobre determinadas disputas constitucionales, particularmente aquellas no pertenecientes al Derecho Privado entre Länder, o entre el Reich y un Land, conocería el Tribunal Estatal del Reich.
Artikel 19 de la Constitución de Weimar (1919)
(1) Über Verfassungsstreitigkeiten innerhalb eines Landes, in dem kein Gericht zu ihrer Erledigung besteht, sowie über Streitigkeiten nichtprivatrechtlicher Art zwischen verschiedenen Ländern oder zwischen dein Reiche und einem Lande entscheidet auf Antrag eines der streitenden Teile der Staatsgerichtshof für das Deutsche Reich, soweit nicht ein anderer Gerichtshof des Reichs zuständig ist.
(2) Der Reichspräsident vollstreckt das Urteil des Staatsgerichtshofs.
Con argumentos escasamente convincentes –particularmente para un jurista anglosajón- diferencia Kelsen la jurisdicción constitucional de la ordinaria:
- Por su mayor grado de politización.
“… la función de un Tribunal Constitucional tiene un carácter político en una medida mucho mayor que la función de los otros Tribunales… pero no porque no se trate de un ´Tribunal´ su función no sería ´jurisdiccional´, y mucho menos que esta función no pueda ser transferida a un órgano dotado de independencia judicial…” (Kelsen)
Ciertamente ni el procedimiento “more contencioso” ni la independencia han de ser atributos reservados en exclusiva al Poder Judicial.
A la inversa, tampoco la politización es ajena a lo judicial. Así se deduce de las propias palabras de Kelsen y se encarga de confirmar la realidad cotidiana de nuestros más altos tribunales –Tribunales Superiores de Justicia, Audiencia Nacional y Tribunal Supremo-; con todo, tal y como apunta Kelsen, habrá que reconocer una escala de politización “in crescendo” conforme nos aproximamos a la cúspide de la pirámide.
- Por su diferente función.
“… desde el punto de vista teórico, la diferencia entre un Tribunal Constitucional competente para la casación de las leyes y un Tribunal ordinario en lo civil, penal o administrativo, es que tanto éstos como aquél aplican Derecho y también generan Derecho; éstos producen solo normas individuales, mientras que aquél aplicando la Constitución a un hecho concreto de producción legislativa y llegando a anular leyes anticonstitucionales no genera sino destruye una norma general, es decir, pone el actus contrarius correspondiente a la producción jurídica, o sea, que –tal como lo he señalado- oficia de ´legislador negativo´” (Kelsen)
Esta distinción encierra una petición de principio. La cuestión es susceptible de verse desde otro prisma, que aproxima al Tribunal Constitucional al Poder Judicial:
1. Tanto el Tribunal Constitucional como el Supremo se dedicarían a “casser”, cada uno dentro de su competencia: el primero, leyes; y el segundo, actos… y también otras normas –distintas a las leyes-. Sólo a ellos y a nadie más quedaría reservada tal función.
2. Tanto el Tribunal Constitucional como determinados Tribunales ordinarios (vg. las salas de lo Contencioso-administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia, arts. 10.1.b, 31 y 71 LJCA) podrían actuar como “poder normativo negativo”, pudiendo a tal fin no sólo inaplicar sino incluso dejar sin efecto –anular- una determinada disposición normativa –general, de carácter reglamentario- por no ser conforme a Derecho. Sin que “por ello” -aparte la historia- se aprecie razón suficiente para desgajar a ninguno de ellos del Poder Judicial.
3. En ocasiones el Tribunal Supremo, actuando en materia de casación en interés de ley, tendría atribuida funciones de «legislador» positivo, vía interpretación (STC, Pleno, 37/2012 de 19 Mar. 2012). Como el Tribunal Constitucional, sólo que éste con carácter negativo.
“El art. 100.7 LJCA establece lo siguiente: «La sentencia que se dicte respetará, en todo caso, la situación jurídica particular derivada de la sentencia recurrida y, cuando fuere estimatoria, fijará en el fallo la doctrina legal. En este caso, se publicará en el «Boletín Oficial del Estado», y a partir de su inserción en él vinculará a todos los Jueces y Tribunales inferiores en grado de este orden jurisdiccional».
…
la doctrina legal de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo sentada en sentencias estimatorias del recurso de casación en interés de ley no sólo tiene el valor complementario del ordenamiento jurídico que a la jurisprudencia del Tribunal Supremo le atribuye el art. 1.6 del Código civil (SSTC 120/1994, de 25 de abril, FJ 1; 133/1995, de 25 de septiembre, FJ 5; 129/2003, de 30 de junio, FJ 6; y 265/2005, de 24 de octubre, FJ 2, por todas), sino, además, verdadera fuerza vinculante para los Jueces y Tribunales inferiores en grado de dicho orden jurisdiccional, en virtud de lo establecido en el art. 100.7 LJCA.
Por ello necesariamente ha de entenderse… que lo que se cuestiona en el presente caso no es, en realidad, una mera interpretación jurisprudencial del Tribunal Supremo (en cuyo caso habríamos de declarar la inadmisibilidad de la cuestión), sino la constitucionalidad de determinados preceptos legales (los arts. 81 LSV y 132 LPC), cuyo contenido vinculante para el Juzgado promotor de la presente cuestión, como para todos los órganos judiciales inferiores en grado del orden jurisdiccional contencioso-administrativo, ha sido determinado conforme a lo dispuesto en el art. 100.7 LJCA por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo en las citadas sentencias en interés de ley. Esto es, los preceptos legales cuestionados tienen para los órganos judiciales del orden contencioso-administrativo el contenido preciso (ese mismo y no otro) que el Tribunal Supremo ha establecido al sentar doctrina legal vinculante en sentencias en interés de ley, como último y superior intérprete de la legalidad ordinaria, sin perjuicio de las competencias del Tribunal Constitucional (arts. 123.1 CE).
De este modo el Juzgado promotor de la presente cuestión viene obligado a aplicar los arts. 81 LSV y 132 LPC con el contenido establecido por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo en las citadas Sentencias en interés de ley, hasta el punto de que, de obrar de otro modo, incurriría incluso en vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) por desatención de esa doctrina legal que le vincula a tenor de lo dispuesto en el art. 100.7 LJCA (SSTC 308/2006, de 23 de octubre, FJ 7, y 82/2009, de 23 de marzo, FJ 8), y, en consecuencia, por inaplicar los referidos preceptos legales sin plantear cuestión de inconstitucionalidad respecto de los mismos.
…
lo que en realidad se pretende cuestionar por el órgano judicial no es una interpretación jurisprudencial concreta, sino la ley misma (bien que con el contenido resultante de la doctrina legal vinculante sentada por el Tribunal Supremo conforme a lo dispuesto en el art. 100.7 LJCA)…” (STC, Pleno, 37/2012, de 19 Mar. 2012)
Tampoco C. Schmitt ve con buenos ojos atribuir a los Tribunales Ordinarios la defensa de la Constitución.
- Porque supondría politizar la justicia, algo manifiestamente indeseable. Pues “… el estado actual con sus luchas y contraposiciones de intereses, no puede disolverse en jurisdicción, sin que él mismo se disuelva… «
- Por la falta de extracción democrática de sus miembros, lo que supondría “… trasladar tales funciones a la aristocracia de la toga… ” (C. Schmitt)
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¿Y el jefe del Estado?
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Al proponer como garante de la Constitución al Jefe del Estado, C. Schmitt sin duda pensaba más en garantizar el funcionamiento e interrelación de los poderes del Estado que propiamente en la tutela de los derechos fundamentales.
Ya en fase de preparación de la Constitución de Weimar surgieron acaloradas discusiones sobre el papel que habría de desempeñar el Jefe del Estado (Reichspräsident). Entre otros Max Weber abogó por un Reichspräsident fuerte, independiente del Parlamento y elegido directamente por el pueblo. Finalmente, su posición triunfó en la comisión encargada de su redacción, principalmente por miedo a un parlamento dividido en partidos.
Sie wollten dem Parlament einen vom Volk legitimierten politischen Führer als Verkörperung des ganzen Staates gegenüberstellen, der zur Not auch ohne das Parlament handeln kann. Der Reichspräsident war folglich mit umfassenden Befugnissen ausgestattet worden: er konnte den Reichskanzler berufen oder entlassen (Art. 53), er konnte den Reichstag auflösen (Art. 25), er hatte die sogenannte Diktaturgewalt inne, das heißt, er hatte das Recht zur Reichsexekution, zum Einsatz der Reichswehr und zum Erlass von Notverordnungen „zur Wiederherstellung der öffentlichen Sicherheit und Ordnung“ (Art. 48).
El Presidente podría en caso de necesidad transformar la República en una Dictadura.
Aus dieser Machtfülle leitet sich auch die heutige Kritik am Amt des Reichspräsidenten ab. Er konnte die Republik in sogenannten Notfällen in eine Art Diktatur mit sich selbst an der Spitze umwandeln.
Ahora bien, la tutela de los derechos fundamentales (particularmente el recurso de amparo) excede con mucho a las facultades decisorias que pudiesen serles atribuidas al Jefe del Estado.
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Definitivamente, un Tribunal Constitucional
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En la concepción de Kelsen la Constitución sólo imponía obligaciones al legislador. Hoy en día, en cambio, se parte de que vincula a todos los poderes públicos.
En consecuencia, siendo tan descomunal el campo que el control de la aplicación de la Constitución a día de hoy abarca, no puede ser monopolio del Tribunal Constitucional. Por fuerza dicho control ha de ser ejercido por ambas jurisdicciones, tanto por la constitucional como por la ordinaria.
A la vista de sus amplias competencias (que por lo demás exceden de lo puramente decisorio sin posibilidad de dilación –lo que puntualmente, para evitar la paralización de los poderes constituidos, justificaría la tesis de C. Schmitt-; vg. el recurso de amparo), y de su modo de proceder “jurisdiccional”, bien está que sea un Tribunal el encargado -en condiciones normales- de la defensa de la Constitución. Por su mayor politización, bien está además que sea ajeno a la planta ordinaria de la Magistratura.
Es de resaltar, como venimos señalando, que su propia existencia, por más que lógicamente apoyada en una serie de argumentos formales, revela la desconfianza puesta en los demás poderes constituidos. Lo que para unos podrá constituir signo de preocupación y, en cambio, para otros, por razón de una mayor compartimentación del poder, de buen funcionamiento del sistema.
Sea como fuere, ¿»quis custodiet ipsos custodes»? ¿A quién encargar la designación de sus miembros y, en lo admisible, el “control” de la buena actuación de nuestro Tribunal Constitucional? Pues no parece admisible que nadie, ni siquiera el Tribunal Constitucional, pueda situarse por fuera del Derecho. He aquí la clave de bóveda del sistema.
No parece podamos seguir engañándonos a nosotros mismos: Su actual funcionamiento partidista no convence. Una de dos:
- Si consideramos al Tribunal Constitucional un órgano meramente especializado, desgajado del Parlamento –como el Tribunal de Cassation en sus orígenes-, su independencia no sería necesaria. Así considerado, su autoridad decaería de inmediato.
Aunque sólo sea por el mismo argumento lógico que llevó a Kelsen a proponer la instauración del TC. Puesto que no parece razonable que el Parlamento controle la constitucionalidad de sus propias leyes, tampoco lo será que designe a los miembros del órgano encargado a tal fin.
¿Acaso sería razonable que los miembros del Consejo de Control de una SAE pudieran ser nombrados, en vez de por la Junta General de la sociedad, por su propio órgano de dirección a controlar? Cfra. art. 333 del TR Ley Sociedades de Capital. Una vez más, la falta de ejemplaridad del legislador es pasmosa.
- Si por el contrario admitimos que el Tribunal Constitucional es un órgano constitucional (¿por qué no un “poder”, si quiera sea neutro -como el judicial- o negativo?) independiente del Parlamento, parecerá razonable dotarlo de independencia también en su designación. So pena de convertirlo en un tribunal de mohatra.
La sociedad parece reclamar más, mayor separación de poderes. Lo que evidencia una vez más la quiebra de nuestro actual Estado de Derecho, esta vez por no alcanzar a garantizar –más que formalmente- la separación de poderes, su otro pilar básico -junto al imperio de la ley-.
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POLÍTICA Y SOMETIMIENTO AL DERECHO
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La existencia de parcelas de poder en mayor o menor medida exentas del control judicial ha sido -es- una constante histórica. Y también la pugna, igualmente sólo hasta cierto límite, por su sometimiento al Derecho.
“La Ley parte del principio de sometimiento pleno de los poderes públicos al ordenamiento jurídico, verdadera cláusula regia del Estado de Derecho. Semejante principio es incompatible con el reconocimiento de cualquier categoría genérica de actos de autoridad -llámense actos políticos, de Gobierno, o de dirección política excluida per se del control jurisdiccional. Sería ciertamente un contrasentido que una Ley que pretende adecuar el régimen legal de la Jurisdicción Contencioso-administrativa a la letra y al espíritu de la Constitución, llevase a cabo la introducción de toda una esfera de actuación gubernamental inmune al derecho” (Exposición de Motivos de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa)
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Incluso hoy en día se admite que en ocasiones no es el cauce judicial el más adecuado para controlar determinadas actuaciones gubernamentales:
“… el cauce de control de tal actuación gubernamental es el de la acción política de los parlamentarios; lo contrario sería suplantar la acción política por la de este Tribunal, con manifiesto exceso en el ejercicio de su función y competencias, más allá de los límites que le son propios” (STC 220/1991)
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La doctrina del «acto político»
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La doctrina del “acto político” del Gobierno ejemplifica claramente la cuestión:
😈 Hubo un tiempo en que llegaron a contraponerse principio de oportunidad y principio de legalidad. ¿Significaba ello que los actos del Gobierno sujetos al primer principio podrían operar al margen de la ley?
Tal vez no. En la medida en que dicha oportunidad –en realidad, amplia discrecionalidad- hubiese sido aceptada legalmente. Empero esta forma de argumentar no alcanza a explicar la exención de control jurisdiccional «en todo caso» de los actos sujetos al principio de oportunidad. Deber legal de secreto, sí (art. 332 LEC); razón de Estado, no. Discrecionalidad sí, arbitrariedad no.
Incluso el sometimiento al ordenamiento jurídico del Centro Nacional de Inteligencia sería «en parte» susceptible de revisión judicial. No «in camera» (revisión por el Tribunal a espaldas del recurrente, lo que nos retrotraería a aquellos tiempos de «todo por y para el pueblo pero sin el pueblo») sino mediante la aplicación de la «teoría de los «conceptos judicialmente asequibles» (traslado parcial del informe secreto, debiendo explicar la Administración, razonada y razonablemente, los motivos de su falta de traslado del resto). En tal sentido, STSJM 13 de Marzo de 2012 (Santaella Alonso, + aquí).
O tal vez sí. Los actos de gobierno del Gobierno no serían reconducibles a la mera ejecución de normas legales ni, en consecuencia, revisables jurisdiccionalmente a la luz de éstas. Dada su posición directiva, al Gobierno quedarían reservadas determinadas facultades instrumentales necesarias a tal fin. Como corolario, existiría un ámbito competencial reservado –garantizado- por la Constitución al Poder Ejecutivo.
Para minimizar el impacto de dicha doctrina sobre el Estado de Derecho –pues chocaba directamente contra otra doctrina básica en él, la del imperio de la Ley-, se tendió entonces a elaborar una lista de actos políticos excluidos del control judicial.
Artículo 2 LJCA 1956. No corresponderán a la Jurisdicción contencioso-administrativa:… b. Las cuestiones que se susciten en relación con los actos políticos del Gobierno como son los que afecten a la defensa del territorio nacional, relaciones internacionales, seguridad interior del Estado y mando y organización militar sin perjuicio de las indemnizaciones que fueren procedentes, cuya determinación sí corresponde a la Jurisdicción contencioso-administrativa.
Instaurados progresivamente los Tribunales Constitucionales en los diversos países tras la Segunda Guerra Mundial, la referida contradicción pudo salvarse de este modo: A diferencia de su actuación administrativa, la acción gubernativa “no administrativa” del Gobierno no se encontraría sujeta a control de la jurisdicción contencioso-administrativa, sino de la jurisdicción constitucional. En suma, el acto político no gozaría de exención jurisdiccional.
😆 A día de hoy la doctrina del acto político se encuentra en franco retroceso.
“En realidad, el propio concepto de acto político se halla hoy en franca retirada en el Derecho público europeo. Los intentos encaminados a mantenerlo, ya sea delimitando genéricamente un ámbito en la actuación del poder ejecutivo regido sólo por el Derecho Constitucional, y exento del control de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, ya sea estableciendo una lista de supuestos excluidos del control judicial, resultan inadmisibles en un Estado de Derecho.
Por el contrario, y por si alguna duda pudiera caber al respecto, la Ley señala -en términos positivos una serie de aspectos sobre los que en todo caso siempre será posible el control judicial, por amplia que sea la discrecionalidad de la resolución gubernamental: los derechos fundamentales, los elementos reglados del acto y la determinación de las indemnizaciones procedentes.” (Exposición de Motivos de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa)
Hasta el punto de que llega hoy en día a causar extrañeza que durante tantos años se perpetuase tamaña “quiebra” del Estado de Derecho.
Pues constituiría un ataque al imperio de la Ley. Visto sin embargo con la mentalidad de la época pasada, acaso la implantación de un Tribunal Constitucional habría resultado tanto o más ofensivo a dicho imperio. En cualquier caso, en épocas del liberalismo doctrinario (poder compartido entre el pueblo y el monarca) la doctrina del “acto político” debió pasar desapercibida.
Así el art. 2 de nuestra vigente LJCA somete al control judicial de todos los actos del Gobierno, “cualquiera que fuese la naturaleza de dichos actos”.
Artículo 2 LJCA 29/1998. El orden jurisdiccional contencioso-administrativo conocerá de las cuestiones que se susciten en relación con: a. La protección jurisdiccional de los derechos fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las indemnizaciones que fueran procedentes, todo ello en relación con los actos del Gobierno o de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, cualquiera que fuese la naturaleza de dichos actos.
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Dicho artículo 2 LJCA nos da pie a realizar varias reflexiones:
- Se sigue reconociendo la existencia de varias categorías de actos del Gobierno. Sus actos políticos, frente a su actuación puramente administrativa, se caracterizarían por su amplísima discrecionalidad.
La especial “naturaleza” de dichos actos políticos, no siendo administrativa, sólo podría ser constitucional.
“(…) no toda la actuación del Gobierno, cuyas funciones se enuncian en el art. 97 del texto constitucional está sujeta al derecho administrativo. Es indudable, por ejemplo, que no lo está las que se refieren a las relaciones con otros órganos constitucionales (actos que regula el Título V de la Constitución)… ” (STC 45/1990)
- El control judicial de los actos del Gobierno es limitado. Sólo cabe por las cuestiones tasadas que especifica el artículo 2 de referencia; no por otras. Tampoco su control constitucional es ilimitado: Sólo cabe en los estrictos términos que la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional prevé (cfra. arts. 27, dos, b y 43 LOTC; supóngase un acto de gobierno, de carácter no legislativo, que pretendidamente infringiese el art. 9.3 de la Constitución Española).
Siguen pues existiendo reductos de poder exentos de control jurisdiccional.
Queda en manos de los Tribunales la determinación casuística del alcance de dicha exención, apreciándose cierta tendencia jurisprudencial a su reducción (cfra. STS 30 septiembre 2011).
Art. 26 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno. Del control de los actos del Gobierno.
1. El Gobierno está sujeto a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico en toda su actuación.
2. Todos los actos y omisiones del Gobierno están sometidos al control político de las Cortes Generales.
3. Los actos del Gobierno y de los órganos y autoridades regulados en la presente Ley son impugnables ante la jurisdicción contencioso-administrativa, de conformidad con lo dispuesto en su Ley reguladora.
4. La actuación del Gobierno es impugnable ante el Tribunal Constitucional en los términos de la Ley Orgánica reguladora del mismo.
- El control judicial de los actos de otros «órganos políticos distintos al Gobierno» de España -y a los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas- es sobre el papel mucho más intenso. Así ocurre por ejemplo con los actos del CGPJ.
Artículo 142 LOPJ. 1. En todo cuanto no se hallare previsto en esta Ley, se observarán, en materia de procedimiento, recursos y forma de los actos del Consejo General (del Poder Judicial), en cuanto sean aplicables, las disposiciones de la Ley 30/1992 del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, sin que, en ningún caso, sea necesaria la intervención del Consejo de Estado.
Empleado en este sentido, que es amplio, órgano político serían también aquellos otros órganos rectores de determinados sectores de la Administración con contenido constitucional o directa designación -total o parcial- parlamentaria o gubernamental. Todavía en un sentido más amplio, político equivaldría a órgano cuya designación de miembros sería de libre designación. Queda claro que sus actos y resoluciones están sujetas al control de legalidad por parte de los Juzgados y Tribunales -en su caso del orden contencioso-administrativo-.
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Fomentando la ejemplaridad
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Según lo visto, en último término aunque sólo sea porque así lo determina la propia ley, el Estado de Derecho -el sometimiento al Derecho y el imperio de la ley- ni impide ni parece que deba impedir el reconocimiento de parcelas de poder exentas de exhaustivo control jurisdiccional.
Encontramos así contenidos, constitucionales o meramente administrativos, que -en mayor o menor medida- no se ha juzgado oportuno someter a control jurisdiccional.
Es lo que ocurre, según lo visto, con los actos políticos del Gobierno, cuyo control judicial es sólo limitado (art. 2.a LJCA). Y también, por la propia lógica del sistema, con las resoluciones del Tribunal Constitucional.
Artículo 4 LOTC… 2. Las resoluciones del Tribunal Constitucional no podrán ser enjuiciadas por ningún órgano jurisdiccional del Estado.
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Ello sin perjuicio de la posible responsabilidad que dichos contenidos -no «in totum» revisables- pudiesen generar.
Artículo 26 LOTC. La responsabilidad criminal de los magistrados del Tribunal Constitucional solo será exigible ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo.
La STS de 23 de enero de 2004 llevó a sus últimas consecuencias las tensiones existentes entre el Tribunal constitucional y la Sala Primera del Tribunal Supremo, al condenar esta Sala a los magistrados del Tribunal Constitucional por responsabilidad civil por culpa grave. A evitar este tipo de tensiones intentó contribuir la Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, de reforma de la LOTC, dotando a su citado artículo 4 de su actual redacción, bien distinta de la anterior.
Pese a lo dispuesto en el art.4 LOTC, la exigencia de dicha responsabilidad criminal podría requerir el enjuiciamiento -en todo o en parte- de determinada resolución del Tribunal Constitucional.
Habrá que reconocer y aceptar que la propia naturaleza de las cosas impide el control exhaustivo de determinadas actuaciones. Por ello, el sometimiento al Derecho que cabe esperar de nuestro Estado de Derecho, sin aferrarse exclusivamente al control jurisdiccional, debe profundizar en la idea de responsabilidad. De derecho -doctrina anglosajona de los «checks and balances», controles y contrapesos; responsabilidad civil, administrativa y penal- y de hecho -ejemplaridad de los miembros designados para ejercer la función-.
El control preventivo puede resultar desaconsejable, en la medida que pueda fomentar la irresponsabilidad en la toma de decisiones. Y bien, ¿cuantas actuaciones administrativas resultan en último término así pergeñadas?
Y bien, ¿cómo pretender sea responsable el comportamiento de quien no responde sino excepcionalmente de sus actos?
Artículo 145 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Exigencia de la responsabilidad patrimonial de las autoridades y personal al servicio de las Administraciones Públicas.
1. Para hacer efectiva la responsabilidad patrimonial a que se refiere el Capítulo I de este Título, los particulares exigirán directamente a la Administración pública correspondiente las indemnizaciones por los daños y perjuicios causados por las autoridades y personal a su servicio.
2. La Administración correspondiente, cuando hubiere indemnizado a los lesionados, exigirá de oficio de sus autoridades y demás personal a su servicio la responsabilidad en que hubieran incurrido por dolo, o culpa o negligencia graves, previa instrucción del procedimiento que reglamentariamente se establezca.
Para la exigencia de dicha responsabilidad se ponderarán, entre otros, los siguientes criterios: el resultado dañoso producido, la existencia o no de intencionalidad, la responsabilidad profesional del personal al servicio de las Administraciones públicas y su relación con la producción del resultado dañoso.
3. Asimismo, la Administración instruirá igual procedimiento a las autoridades y demás personal a su servicio por los daños y perjuicios causados en sus bienes o derechos cuando hubiera concurrido dolo, o culpa o negligencia graves.
4. La resolución declaratoria de responsabilidad pondrá fin a la vía administrativa.
5. Lo dispuesto en los párrafos anteriores, se entenderá sin perjuicio de pasar, si procede, el tanto de culpa a los Tribunales competentes.
Admitido que «in fine» no es el control sino la responsabilidad la que -al menos- en la cúspide kelseniana ha de prevalecer, ¿quién será capaz de idear un Tribunal Constitucional más responsable y por ello de mayor autoridad que el actual? (+ aquí) Temo que ni los de arriba –por falta de interés- ni la sociedad –a juzgar por su falta de acción- lo tengan claro.