.
Iglesia y alminar en la calle «San Juan de los Reyes», Granada. El nombre no es casual:
- RELIGIÓN. La reina Isabel la Católica (y su familia, los Trastámara) eran muy devotos de San Juan el Evangelista, de ahí que incluyeran el águila en su escudo (y pusiera a uno de sus hijos Juan y a otra de sus hijas Juana –la Loca-).
- POLÍTICA. ¿Cómo dotar de cohesión –siquiera en la persona de dos reyes- una empresa común? Los Reyes Católicos encontraron el aglutinante en dos elementos: Fe (la religión convenía –daba buena propaganda- a su política) y Expansión (primero en la península y luego en ultramar). Razones, cada una por separado, para terminar forjando una patria, una ilusión y empeño común, España.
.
Luego vendría su nieto Carlos I (y V de Alemania) y, por tradición de los Habsburgo, sustituiría el águila de Isabel, de una sola cabeza y pasmada (con las alas bajadas –no extendidas-), por otra bicéfala y exployada (éployée, con las alas extendidas). En lo que a España respecta, sus pilares -antes de formación, ahora de afianzamiento-, a saber, fe y expansión, permanecen entonces incólumes.
Hoy en día ni la fe ni la expansión sirven ya a recoser esta vieja España nuestra. Atrás quedaron la gloria y épica de nuestros tercios de Flandes. Y bien, ¿quién y acudiendo a qué nueva ilusión o aglutinante se mostrará capaz de relanzar la idea de España? Induráin, Nadal, el Mundial de Fútbol de 2010, logros deportivos que reavivan de manera más o menos esporádica la chispa. ¿Y qué más?
El edificio y su entorno
“San Juan de los Reyes” fue el primer espacio consagrado como iglesia por los Reyes Católicos, a los dos días de la toma de la ciudad, en la que hasta 1492 había sido mezquita. Conserva restos de su alminar, almohade, con decoración y estructura semejantes a la Giralda.
Edificios nobles, parroquias, conventos de monjas y casas de lenocinio convivieron en esta calle larga y tortuosa que une simbólicamente el nombre del santo Juan al de los reyes. En nuestros días esta calle tan emblemática del barrio morisco del Albaicín sigue siendo mora y cristiana, larga y tortuosa. Y también simbólicamente va a desembocar en la cristianísima plaza de san Gregorio y la muy mora Calderería Nueva, calle que desde aquella baja hasta alcanzar la arteria principal, calle Elvira, paralela a la Gran Vía.
Excursus: el águila bicéfala
La bicefalia, presente ya entre los hititas y también entre los masones, es susceptible de relacionarse con simbología varia:
🙂 En la dinastía bizantina Paleólogo, que reinó en Constantinopla entre los siglos XIII y XV, cuya lema familiar era «Basileus Basileon, Basileuon Basileuonton» («Rey de reyes, que reina sobre los que reinan»), la bicefalia poseía un confesado sentido de superioridad y de integración de las dos herencias de Oriente y de Occidente, en calidad de sucesores del Imperio y “Aquila” romana).
De ahí que sobrevenidamente el “Gran Príncipe de todas las Rusias” Ivan III, al casarse con la sobrina del último emperador bizantino Constantino XI (muerto en la caída de Constantinopla en 1453), también la adoptase. Y es que Sofía había sido ofrecida por el Papa como esposa al monarca ruso con la vana esperanza de unir a católicos y ortodoxos en una sola fe. Se comprende así que Sofía introdujera en el Kremlin la magnífica y meticulosa etiqueta de las ceremonias bizantinas, con la idea de convertir a Moscú en la Tercera Roma.
😯 En tiempos de Carlos I (V de Alemania) el águila bicéfala era la marca heráldica más pujante en toda Europa. A su tradicional simbolismo dentro del Sacro Imperio Romano Germánico (“Emperador y Rey” –“Kaiser und König“-, desde los tiempos de Segismundo de Luxemburgo -1433-) añadía la unión de dicha dignidad imperial con la Monarquía hispánica, incluidos sus territorios de ultramar .
De ahí que Felipe II (al no heredar de su padre el título de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico), y siguiendo su legado sus sucesores Felipe III y Felipe IV (de reino menos extenso, tras la definitiva separación de Portugal en 1640), prescindieran de toda bicefalia.
😉 Francisco II, para no ser menos que su odiado Napoleón Bonaparte (quien en mayo de ese mismo año había sido ya designado mediante senado-consulto Emperador de los Franceses -autocoronándose como tal, tras un plebiscito, en diciembre de ese mismo año-), elevó el Archiducado de Austria a la categoría de imperio, autoproclamándose «Francisco I, emperador de Austria» en agosto de 1804. Posteriormente, definitivamente derrotado en Austerlitz y tras la subsiguiente creación por Napoleón de la Confederación del Rin, en 1806 disolvió el Sacro Imperio Romano Germánico a fin de impedir la coronación -y legitimación- de Napoleón como tal. Continuó con el águila bicéfala, conectando así con la tradición del extinto imperio -y también la de la casa de los Habsburgo, a la que pertenecía-.
.
Tras su derrota en la Guerra Austro-Prusiana de 1866, en 1867, ante la amenaza de una nueva sublevación húngara, el emperador austríaco se vio obligado a firmar el Compromiso, surgiendo así la monarquía dual austrohúngara, en cuya parte austríaca -la Cisleithania- se continuó utilizando -con ligeros retoques- el águila bicéfala del Imperio.
Los Habsburgo se mantuvieron en el trono imperial del Sacro Imperio durante siglos (1273–1291, 1298–1308, 1438–1740 y 1745–1806).
Los sucesores de Francisco II continuaron titulándose emperadores de Austria hasta su desaparición en 1918, tras su derrota en la Gran Guerra.
.
.
.El Estado, un territorio cohesionado
Todavía hoy los nacionalismos, como otrora fe y expansión, sirven a apuntalar -y ocasionalmente a producir- estados, muchos estados… Antes como hoy, cuestión en gran medida de capacidad de creación y fidelización de sentimientos, filias y fobias.
.
Todo podría ser que en un futuro los estados, ante la inexistencia de una ideología que genere suficiente afección entre su población (mejor, ante la aparición de otras ideas –a distinto nivel- que provoquen mayor entusiasmo), o simplemente por razones de necesidad (supervivencia económica y defensa), terminen por perder su posición hegemónica, dando paso a nuevas estructuras de integración política. Porque a la postre todo resulta ser contingente, histórico, y por ende pasajero, cambiable.
_ Los estados, los modernos estados, no son logro de la democracia sino que hunden sus raíces en el egoísmo. Apuesta trufada de política -su última expresión, la guerra- y ambición de algunos frente a otros, todos rivales (aspirantes o poderes preestablecidos), de inferior (señores feudales) o superior orden (imperio), que logran al final su empeño, a saber, apropiarse para sí determinados territorios.
La Paz de Westfalia (1648) acaso marcó el cenit del esplendor de dicho egoísmo. “Cuius rex, eius religio”. Nada de libertad, simple cambio de amo. Atrás quedaban las primitivas revueltas campesinas secundadas por Lutero, finalmente un ideólogo cuyo indiscutible triunfo debió más a la conveniencia política de su doctrina que a la bondad de sus tesis.
_ Cierto que los estados, en gran medida por razón de supervivencia, han sabido evolucionar hasta convertirse en estructuras democráticas. Cada cual a su paso. Presionados por nuevas ideas, por el avance del proletariado y luego de las masas, por las guerras que todo lo remueven hasta sus cimientos. Primero hubieron de recurrir a una nueva legitimación del poder: de la divinidad se pasó a lo constitucional (en ocasiones, vía una etapa intermedia, pragmática, doctrinarista). Ante el avance y competencia externa soviética, el Estado Liberal se vio forzado a recomponer su primigenia legitimad (liberal -reconocimiento de derechos individuales-), de incorporar un componente social (reconocimiento de derechos a las masas populares); y, posteriormente, todavía otro democrático (sufragio universal). En ese estadio, en el Estado Social y Democrático de Derecho, actualmente nos encontramos. Un estadio probablemente a punto de evolucionar nuevamente. Cuestión aun poco clara es qué sentido, hacia donde (más aquí).
En el fondo, nada nuevo, mezcla de evolución y marketing. Cada cual vende su producto en el mercado de las ideas. Unos venden nación, otros progreso y apoyo a los más necesitados, y todavía otros orden y estabilidad. Todos bienestar. Siempre con un mismo objetivo, alcanzar un poder escurridizo y democrático «ad litteram».
Al término «poder», como al de «nación», se nos antoja, le ocurre lo que a la posesión: todos hablamos de algo que difícilmente nadie sería capaz de perfilar con unánime aquiescencia. En cualquier caso parece evidente que el ejercicio del poder, en una sociedad moderna, abiertamente especializada y compleja, no puede ser (no es) labor de muchas voluntades sino de unas pocas. Para no caer en la «tiranía de las urnas», capaz de legitimar toda suerte de atrocidades, democrática y al tiempo populista y antiliberal -una suerte de «dictadura democrática», que concibe a la democracia no como medio sino como fin en si mismo-, es precisa una circulación y flujo entre minorías y mayoría, algo que no siempre ocurre. Y es que, como señalara el juez Brandeis, no hay cargo tan importante en democracia como el de ciudadano… y nada garantiza el desempeño de tal cargo con responsabilidad y acierto.
Por lo demás, las actuales estructuras de poder nunca son unipersonales. Con mayor o menor complacencia o forzamiento de sus actores, coexisten con otras estructuras internas (en el modelo liberal, según el caso, contrapeso -checks and balances- o separación de poderes) y externas (otros estados).
_ Si los estados representan solo un eslabón en la evolución histórica de la organización del poder, ¿cómo presuponer que ad aeternum habrán de mantener su posición hegemónica, de poder predominante? Más aun en un mundo globalizado como el actual, en el que como ya postulara Carl Schmitt, desde la doctrina Monroe y hasta nuestros días es más real hablar de “zonas de influencia” y bloques (Grossräume) que de estados. Los conflictos bélicos modernos, aún de partida internos a determinado territorio, resultando éste por una u otra razón de interés, tienden a externalizarse, esto es, a adquirir carácter más o menos larvado de fricción y disputa entre dos o más de dichos bloques (por todos, las actuales acciones bélicas en Siria).
_ Hoy ya nadie defiende la legitimidad divina del poder. Tampoco el liberalismo doctrinario. Creemos, seguimos creyendo, en la separación de los poderes, pese a que por razón de su considerable entrecruce difícilmente ninguno de ellos habría de escapar a su eventual consideración como “grupo consolidado”, noción nada arraigada en el ámbito político y sí en cambio en otros sectores del ordenamiento (fiscal, contable o mercantil -art. 42 Cdec-). También seguimos presuponiendo como base de nuestra organización social la existencia de un pacto, según unos entre hombres buenos –incluso cándidos-, según otros entre lobos; en todo caso, un pacto. Lo cierto sin embargo es que hay otras formas de entender el fenómeno y pervivencia de los estados.
- Los estados no serían sino manifestación del egoísmo humano, de un poder establecido capaz de excluir a terceros de su territorio y riqueza. Presuponen fronteras, y en consecuencia desigualdades y exasperación de los excluidos. Se basarían en la negación de algo esencial a la justicia –incluso a la justicia humana-: la igualdad de oportunidades y la solidaridad.
“En este sentido, [el nacionalismo] es el canalla principal de todos los males. Divide a la gente, destruye el lado bueno de la naturaleza humana, conduce a desigualdad en la distribución de las riquezas” (Jorge Luis Borges)… “Liberté, égalité, fraternité”, ¿para qué, para quien? Probablemente algún día también el arquetipo «derechas / izquierdas» evolucione: patriotismo versus cosmopolitismo, los de arriba frente a los de abajo, lo viejo y lo nuevo…. Tal vez, como agudamente resulta del gattopardismo, «se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi.»
- La lengua o cultura, como la raza, más que causa serían en cierta medida consecuencia del Estado. No constituirían siempre y en todo caso un prius sino un posterius, una diferencia creada, promovida. Como en el caso del Reino Unido, no existiría una razón que objetivamente justificase la asociación mental «una nación, un estado».
- Las naciones habrían surgido del hundimiento de la legitimidad divina, como necesidad de buscar un sustituto que la reemplazase. En Valmy (1792), recién depuesto Luis XVI, no era ya posible lanzarse al combate clamando “Vive le Roi”; ¿qué gritar entonces? A raíz de ahí la consagración constitucional de «La Nation», ligada a la soberanía. Fácilmente se aprecia su alto contenido ideológico.
El concepto habría servidor posteriormente, en un contexto romántico, a derrocar imperios: una nación, un estado. El paradigma, la unificación italiana.
Los excesos del nacionalismo, como de otras corrientes ideológicas, son bien conocidos. Por todos, el nacionalsocialismo.
- En ocasiones no solo se puede sino que sensatamente se ha de hacer lo imposible por convivir en un estado «plurinacional». Es manifiestamente el caso de Bolivia… ¿sólo de Bolivia?
.
Constitución Política del Estado (BOLIVIA)
Artículo 1. Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país.
Artículo 2. Dada la existencia precolonial de las naciones y pueblos indígena originario campesinos y su dominio ancestral sobre sus territorios, se garantiza su libre determinación en el marco de la unidad del Estado, que consiste en su derecho a la autonomía, al autogobierno, a su cultura, al reconocimiento de sus instituciones y a la consolidación de sus entidades territoriales, conforme a esta Constitución y la ley.
Artículo 5 I. Son idiomas oficiales del Estado el castellano y todos los idiomas de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, que son el aymara, araona, baure, bésiro, canichana, cavineño, cayubaba, chácobo, chimán, ese ejja, guaraní, guarasu’we, guarayu, itonama, leco, machajuyai-kallawaya, machineri, maropa, mojeño-trinitario, mojeño-ignaciano, moré, mosetén, movima, pacawara, puquina, quechua, sirionó, tacana, tapiete, toromona, uru-chipaya, weenhayek, yaminawa, yuki, yuracaré y zamuco. II. El Gobierno plurinacional y los gobiernos departamentales deben utilizar al menos dos idiomas oficiales. Uno de ellos debe ser el castellano, y el otro se decidirá tomando en cuenta el uso, la conveniencia, las circunstancias, las necesidades y preferencias de la población en su totalidad o del territorio en cuestión. Los demás gobiernos autónomos deben utilizar los idiomas propios de su territorio, y uno de ellos debe ser el castellano.